Supongamos que este martes el Congreso realiza el aplazado debate al proyecto de ley para prohibir las corridas de toros y que la iniciativa fracasa. Es posible que la aprueben, pero imaginemos que no. ¿Y entonces? Celebrar el triunfo taurófilo sería permanecer en negación frente a una tendencia imparable: si el Congreso no prohíbe ahora las corridas de toros lo hará después. En el mundo sólo quedan ocho países que permiten las corridas, cada vez con más restricciones. El Ministerio de Cultura de España decidió este mes que no volverá a entregar el Premio Nacional de Tauromaquia porque “hay una mayoría cada vez más concienciada con el bienestar animal” y si eso ocurre en la cuna del toreo vislumbren el resto.
Yo también fui a la plaza de toros. Muy chiquita me llevaron a ver a “Los enanitos toreros” y entre el bachillerato y la universidad asistí con amigos a corridas de ferias con carteles en los que actuaban Enrique Ponce, Cesar Rincón o el Juli. La última vez que estuve en toros fue hace 15 años en la Santamaría, una invitación que atendí por cortesía, más que por interés en lo que iba a ver, que al final ni vi porque ya en ese entonces prefería no mirar.
“Vista desde afuera, la tauromaquia es un espectáculo sangriento. Desde adentro es pura sensualidad”. Eso escribió la manizaleña Natalia Mejía en la novela “11 bombas antes de las cenizas” y sintetiza la tensión entre lo que para unos es arte y para otros es tortura animal, visiones tan contrapuestas que son imposibles de conciliar.
Escucho: “los antitaurinos son unos ignorantes e insensibles incapaces de ver la belleza de este arte antiguo. Además son incoherentes porque denuncian la crueldad contra los animales pero comen carne, pollo y pescado”. Pienso en defensores del toreo que admiro como Antonio Caballero, Alfredo Molano, Víctor Diusabá, mi adorado Joaquín Sabina, Andrés Calamaro… y más atrás en Picasso, Lorca y Goya. Rememoro los trajes de luces, los rituales, el lenguaje tan singular que alguna vez me interesó, pero tengo que hacer demasiadas maromas para ignorar el sufrimiento de un toro que sangra por el lomo y por la boca, al que pican, le clavan banderillas, después un estoque y luego rematan con una puntilla. Un toro que muere en el ruedo y que, supuestamente, con su muerte logra preservar la raza de los toros de lidia. Demasiada retórica para mí.
No obstante, es irrelevante saber quién se declara taurino o antitaurino. Más allá de la posición personal, lo que tiene interés público es que los toros son una práctica en vía de extinción, que terminará por pupitrazo en el Congreso, por fallo judicial o por languidecimiento, el final que yo preferiría porque el marchitamiento, aunque más lento, también es inminente. Si esta práctica resulta tan trascendental para el empleo y la economía local, como aseguran el alcalde y otras voces de la ciudad, ya debería estar diseñado el plan de transición para cuando las corridas de toros desaparezcan: la reconversión laboral para quienes viven de la economía que circula alrededor de la tauromaquia y el rediseño de la Feria de Manizales, que estructura cada día de su programación a partir de dos anacronismos: las corridas de toros y el reinado de belleza.
Oí en el pódcast de Diana Uribe que el Carnaval de Barranquilla es la fiesta popular que celebra el origen negro, el Carnaval de Negros y Blancos el ancestro indígena y la Feria de Manizales el pasado español. No veo por qué esta ciudad, que ni siquiera existía en la época de la Colonia, se asume más española que otras del país, pero sí resulta excluyente afirmar que Manizales es una ciudad taurina, como dijeron en el debate reciente. Taurina sí, pero antitaurina también y de manera creciente. Acá como en tantas partes hay muchísimas personas que consideramos que la tradición y el pasado son razones insuficientes para mantener viva una práctica de muerte. Una ciudad que sueña con atraer turistas para que vean aves, nevado, termales, montañas, verde, café, atardeceres y paisaje necesita cuidar el mensaje que comunica sobre su relación con la naturaleza.