El 16 de noviembre de 1995, dos semanas después del asesinato de Álvaro Gómez Hurtado, Antonio Caballero escribió una de sus mejores columnas. La publicó en Cambio 16 y en ella sentenció: “Como cada vez que hay muerto grande en Colombia, amigos y enemigos coinciden: «¡Qué bueno era!». Pero de esas necrologías corteses está hecha en buena parte la falsificación de nuestra historia, que nos impide comprenderla”. A continuación denunció “esa unanimidad hipócrita que llora su cadáver”, refiriéndose al hijo de El Monstruo, y firmó una diatriba feroz.
“Un cadáver en la mesa es mala educación” es una novela policiaca del escritor Pedro Badrán. La imagen del título remite a una huella profunda de nuestra educación sentimental: el “Manual de Urbanidad de Carreño”, con el que nuestros abuelos aprendieron a guardar los buenos modales ante cualquier circunstancia, con obediencia y sumisión. Ese Manual, que nos fue inoculado en charlas subliminales en el comedor, enseña que “muerto un vecino, no sólo no deberemos tener una fiesta en nuestra casa, sino que no cantaremos, ni tocaremos ningún instrumento en los días inmediatos”, lo cual, traducido a las normas de etiqueta de hoy, significa que “no hay muerto malo” y que ante un fallecimiento nos ponemos tristes, aparentamos estarlo, o guardamos silencio. Hablar mal del muerto es una prohibición tácita que damos por sobreentendida. Comprendo la compasión humana hacia los dolientes, porque todo muerto tiene gente que genuinamente lo quiere y llora, pero hay panegíricos que falsean la historia y exigen reacción, ya que la verdad no puede sacrificarse para salvaguardar el Manual de Carreño.
Miguel Ángel Bastenier, subdirector de El País, de España, se quejaba del chip colonial de nuestra cultura, que se nota en medios de comunicación que padecen “ombliguismo”, exceso de fuentes oficiales y “buenismo”, que es la obsesión por dar buenas noticias, como si todos fuéramos agencia turística. Hay muertos que ayudan a identificar ese chip colonial: delincuentes que suben en ascensor a la calidad de santos por quienes, ante la oportunidad de ser honestos, prefieren ser lambones con tal de no romper el protocolo.
El 29 de noviembre falleció Henry Kissinger, un viejito a quien las muchas arrugas no lograron revestirlo de beatífica bonhomía. Titular “murió a los 100 años el hombre que marcó la historia de Estados Unidos en la Guerra Fría” deja por fuera datos relevantes y decir “murió el Premio Nobel de Paz Henry Kissinger” es perfumar un bollo, para ponerlo en términos de un exdiputado antioqueño con singular visión de la etiqueta. Me gustó, por valiente, la Revista Rolling Stone que tituló “Henry Kissinger, criminal de guerra amado por la clase dominante estadounidense, finalmente muere”.
Nombrar los hechos con las palabras precisas requiere honestidad y esa escasea entre nuestra clase política. El día de la muerte de Kissinger el Concejo de Manizales aprobó por unanimidad (¡por unanimidad!) una propuesta del liberal Danilo Eduardo Fernández y mediante la Resolución 126 entregó una “Nota de duelo” en la que “lamenta el deceso de un ilustre ciudadano”, el exsenador Mario Castaño, de quien el Concejo de Manizales resalta “su gestión para la consecución de recursos para infraestructura vial, escenarios deportivos e instituciones educativas”. Leí y releí la resolución y no encontré detalles relevantes: Mario Castaño murió en La Picota condenado a 15 años de prisión, luego de admitir que fue el jefe de Las Marionetas, una organización criminal que se robó más de $112 mil millones de recursos públicos en 47 contratos, más los que todavía faltan por investigar. Castaño se llevó a la tumba secretos de socios políticos que hoy respiran tranquilos luego de surfear por varios títulos del Código Penal. Recuerdo una grabación en la que le ordenaba a un subalterno que le diera un contrato de prestación de servicios a una mujer: “pídale la culiadita y que camelle con el listado de votos”.
No me extrañará cuando le hagan una placa de homenaje a Mario Castaño en Pácora. Hoy la tienen Ferney Tapasco en Supía y Carlos Arturo Fehó Moncada en el hospital de Victoria: “ilustres ciudadanos” del Partido Liberal, exaltados hasta el cansancio por sus copartidarios y socios, aunque hayan sido condenados por la justicia. Eso, para algunos, es un asunto menor.