La plaza de mercado de Riosucio es un emporio de cultura autóctona caldense. Los riosuceños ausentes anhelan regresar al pueblo para desayunar allí. Quien saboreó las viandas típicas, añora volver. Estudiantes universitarios y de maestrías afines investigan sus tesis de grado ese mundo. Los historiadores se maravillan al entrar en contacto con la historia viva que resplandece cada sábado.
Ante quien llega a calmar el hambre, las señoras de las cocinas, depositarias de saberes y recetas ancestrales, despliegan menús de sazones exquisitas: sancocho, sudado de gallina, en bandeja o envuelto en hojas de viao, como fiambre; tamales, calentado de fríjol, sopas y carnes, todo preparado al fuego lento del carbón, a la vista del comensal.
En un amplio corredor, campesinas de veredas cercanas ofrecen un arsenal de viandas típicas, ante el cual se olvidan recomendaciones y prohibiciones médicas. Ahí está la culinaria prehispánica del maíz y la yuca en todo su esplendor: arepas de mote, de maíz sancochado, de ‘chócolo’, las ‘normales’ de maíz trillado; las de puré de fríjol envuelto en masa de maíz. Los hogagatos de maíz y yuca endulzados con miel de caña; los envueltos de choclo, quizás el alimento más antiguo de América. Los chiquichoques o nalgas de ángel, con o sin fríjol; las estacas de maíz curado. Las empanadas de cambrái (puré de yuca bañado en miel de caña); tamalitos que deben provenir del de pipián payanés y bizcochitos de todo tamaño. Están en mesas manteladas o en canastos forrados con impolutas sábanas.
En dulcería, ni hablar: panelitas de naranja y de papaya; alfandoques y blanqueados; la jaruma chamí. O la panela, en bloque o pulverizada, sin químicos. También aparece la repostería tradicional: mantecadas, boquirrajados, borrachos, barrancos y bizcochuelos. Todo es culinaria propia, no traída, ni copiada.
Se ofrecen sombreros de cañabrava de la vereda Las Estancias y alfarería de Cañamomo. De las antiguas ollanderas sólo queda una. La medicina tradicional se ofrece en yerbas frescas y en pócimas mágicas. Hay mercado campesino, graneros tradicionales, verdulerías y un sinfín de ventas.
La plaza de mercado riosuceña es el punto de encuentro de la sociedad urbana con las sociedades rurales, donde desaparecen las inquinas de la primera con la segunda, causadas por terceros. Hasta como punto de reconciliación, este universo que cabe en una manzana, es un patrimonio que debe ser protegido.
Lo saben quienes la conocen, no en la administración local. En los albores del periodo, se pretendió transformar las cocinas en un ‘mall’ de comidas, como cualquier centro comercial. En los estertores hablan de privatizarla, dejando en manos de los inversores (imaginen de dónde vendrán) la potestad de arramblar con la tradición. Mala forma de neutralizar la irritación colectiva creciente a lo largo del cuatrienio.
Calla la mayoría de vendedores, atemorizados ante eventuales retaliaciones, pero unos pocos resolvieron denunciar. Están en juego su supervivencia y la de uno de los principales atractivos turísticos locales. Pues desde arriba se les prohibió “hacer reuniones políticas” ¡en una plaza pública!, desviando la verdadera razón de la protesta. (¿Será que en la Alcaldía, quizás en el despacho del alcalde, no hacen complots políticos?). Además de poner en vilo sistemas de vida tradicionales, los (o el) funcionarios públicos no vacilan en negar los derechos constitucionales a las libertades de pensamiento, opinión y libre reunión.
La plaza de mercado de Riosucio es patrimonio cultural autóctono, así el edificio esté desvencijado, por la desidia de quienes idean deslumbrantes y descabellados proyectos. Hay que defenderla con el lema con que anunciaban antaño corridas de toros: “¡Todos a la plaza, todos a la plaza, todos a la plaza”.