Esta madrugada estalló el Carnaval de Riosucio, después de cuatro años de no celebrarse, por causa de la pandemia. La ansiedad de los celebrantes creció a lo largo del Precarnaval, entre julio y diciembre pasados.
Su efervescencia ofrece la imagen de una festividad sólida. En realidad, bailan sobre una delgada capa de hielo, que se resquebraja más en cada edición. Cuando se rompa, se hundirá una tradición centenaria. Como el Titanic, irá al abismo con la orquesta interpretando alegre música.
Excepto el ciego amor por la fiesta, todo falla: su montaje está a cargo de una corporación de lamentables precariedad jurídica y desánimo de lucro. Todavía se piensa que pertenecer a ella es un acto de civismo, porque no se la percibe como la empresa más importante de Riosucio. Quienes más capital mueven son los integrantes de las Cuadrillas, libradas a su suerte y con su inversión en riesgo, por las mismas causas que atentan contra el festejo.
Carente de buenos ingresos, permanece acosada por deudas y embargos. Se conserva la mentalidad del patrocinio, sin aprender la del contrato publicitario. De ello se aprovechan negociantes y mercachifles. Sobresale la Industria Licorera de Caldas, gran enemiga del Carnaval desde hace tiempos. Por no apreciar su valor cultural y la buena imagen que proyecta del departamento, impone grupos musicales ideales para gamberros de todo pelambre, que obligan con violencia a suspender los actos carnavaleros. En ‘compensación’, inundan las calles con propaganda ordinaria.
Tampoco se obtiene réditos del espacio público. Se arrienda a precios irrisorios y las calles se copan con caspetes, bebederos, jipis mugrientos y drogadictos, y vendedores de baratijas que transforman el escenario propio del Carnaval en mercado, sanitario y motel. Ni se explota comercialmente sus símbolos en artesanías y prendas, que terceros aprovechan con grandes ganancias, sin pagar franquicia.
Cada dos años son elegidas cinco personas para regir los destinos de la corporación. Su principal requisito es ser celebrantes reconocidos, lo cual no garantiza buenos administradores. Adquieren la doble condición de directivos y de jerarquías del ritual. Como son cargos ‘ad honorem’, deben seguir trabajando y solo pueden dedicar el tiempo libre, debiendo elegir entre organizar la fiesta o consolidar la corporación. Muchos carecen de experiencia o desconocen los significados de la tradición carnavalera. Se espera que sean gente de bien, lo cual no siempre ocurre. Las cuatro quintas partes de la actual junta lo son.
El Carnaval desbordó a Riosucio. Su duración de seis días es más de la que realmente necesita. Se rellena con verbenas que atraen a un populacho al que no importa la verdadera fiesta. Lo ceremonial es desplazado por la parranda. Y cuando no son las orquestas, los actos rituales son acallados por horrendos volúmenes de sonido que brotan de tenebrosos sitios de diversión.
La población de Riosucio se triplica los días de Carnaval. Desaparece la administración municipal de turno, pues pareciera que su divorcio de la junta organizadora y su renuncia a la autoridad fueran parte del programa.
Los riosuceños también son responsables: se enorgullecen de la fiesta, pero permiten que la destruyan. Claman porque el Carnaval vuelva a ser para ellos, pero cada vez más desconocen su razón de ser. O creen que es solo para emborracharse. Algunas Cuadrillas se niegan a cantar en las Casas Cuadrilleras. Así, el momento cumbre del festejo se va reduciendo a un desfile para exhibir disfraces.
El Carnaval de Riosucio es uno de los hitos culturales más representativos de Caldas, con resonancias internacionales. Pero se debate en una crisis y cada bienio se teme por su desaparición. Todo sugiere que éste de 2023 tendrá todos sus actos tradicionales. ¿Se verán en 2025?