Para mí, la más bella representación de un pueblo o ciudad, como habitáculo de seres humanos, es un poblado kogi. Siempre lo he dicho. Las casas redondas, techadas en paja y en la mitad la kankurua, unas veces redonda y más grande y otras de planta rectangular… La kankurua es la sala ceremonial. Frente al poblado y en otra ladera hay una casa kogi solitaria. Hacia ella nos dirigimos y encontramos a una madre tejiendo sentada fuera de la casa rodeada por sus nietecitos. Entendía a medias el castellano y nos permitió hacerle fotos. Su hija nos vendió unos refrescos. Fueron asequibles. Los kogis nos consideran a nosotros “los hermanitos menores” en el universo.
Una montaña alta no surge sola sobre la Tierra. Mientras más alta, más grandes son los contrafuertes que la rodean. La Sierra Nevada de Santa Marta (SNSM) es un macizo aislado, pero a pesar de no ser en el mundo una montaña muy alta, sus contrafuertes se extienden largamente por la Guajira, Magdalena y César. Se pregunta uno cómo serán los contrafuertes de los picos del Himalaya que alcanzan y sobrepasan los 8.000 metros sobre el nivel del mar. Volando desde la India hacia Nepal y hacia Bután he podido fotografiar las inmensidades de la cordillera del Himalaya. Un pico de 8.000 metros extiende sus repliegues por decenas y centenas de kilómetros.
Avanzando y ascendiendo por los filos de este macizo y mirando más y más los soberbios horizontes de la Sierra vinieron a mí lejanas palabras de mi adolescencia. En esa época, exactamente igual que ahora que esos años de mi vida están tan lejos, yo era y soy muy sensible a la belleza de la naturaleza. Ella me transporta a otros mundos de realidades eternas, donde todo es felicidad y hermosura. Por esos años, serían mis trece años, leí una frase de Víctor Hugo que venía a mi mente siempre que me entregaba a mis caminos de montaña con vista a paisajes lejanos. Ahora, en la SNSM el exultante texto me acompañaba todo el tiempo. Estaban dadas las condiciones: cielos impecablemente azules, majestuosidad de los lejanos paisajes, hundidos nosotros en el silencio: “La-bàs une lueur immense nous convie” (“Allá lejos un resplandor inmenso nos convida”).
Trato de transcribir las emociones, y creo que las estoy traicionando. Son sencillamente inexpresables con palabras. El texto pertenece a ”La légende des siècles” (“La leyenda de los siglos”), un largo y exultante poema épico con reminiscencias mitológicas que escribió Víctor Hugo y en el cual habla de la historia de la Tierra y de las huellas que él hombre ha dejado sobre ella. Ya caída la tarde, porque la jornada fue larga y dura, llegamos a la casa campesina de unos amigos de Wilson Álvarez que son los últimos que viven arriba en la montaña por ese sector. La casa es preciosa, con un corredor largo abierto hacia la inmensidad de una montaña densa de bosques y que se corona con una línea horizontal que cierra el horizonte.
Estamos en un nido de águilas. Los corredores de la casa están adornados con materas cuyas flores rojas estaban en todo su esplendor. No era solo la majestad del paisaje, era también el calor de los campesinos que nos atendieron con bíblica hospitalidad como si fuéramos sus familiares llegados desde lejos. La casa se ilumina con electricidad de paneles solares. A esas alturas el sol es generoso. En un bosque vecino se oían los trinos de los pájaros al atardecer. Wilson, que se ha convertido en un experto en las aves del macizo, acompañó a Ramiro que buscaba desesperadamente el colibrí barbudo.