El Principito dice que “el desierto es maravilloso porque oculta un pozo en cualquier parte”. En uno de mis viajes lo comprobamos. Después del asunto de las sandías en la mitad del desierto apareció un pozo. Lo encontramos porque vimos unos nómadas que estaban sacando agua con una noria. Nos refrescamos y dimos razón de nuevo al Principito que dice que “el agua es buena para el corazón”.
El Sahara fue un mar hace millones de años y por todas partes se encuentran fósiles marinos. Una gran instalación al borde de la carretera es un museo de fósiles. Allí se los encuentra de todos los tamaños y figuras, desde pequeñas amonitas hasta estructuras de gran tamaño. Se puede ver a los artesanos cómo moldean los fósiles para hacer curiosas figuras que los visitantes pueden comprar y llevar como recuerdos. Llama la atención el trabajo que se realiza en enormes fósiles con los cuales fabrican grandes objetos, sobre todo hermosas mesas. En mis ya varios viajes a Marruecos he visto cómo turistas adinerados compran pesadísimas mesas hechas con curiosos y bellos fósiles. Obviamente no pueden cargarlas, pero como el dinero todo lo puede los dueños de la fábrica se encargan de empacarlos debidamente y de hacerlos llegar a donde sea, a cualquier lugar del mundo. Obviamente los costos y los correspondientes cheques comportan muchos ceros. “Poderoso caballero es don dinero”.
En un pueblo del camino una valla índica que allí es el fin o el principio de las caravanas que durante 52 días recorren el desierto trayendo o llevando oro, provisiones y esclavos, desde o hacia Tombuctú. Llegado a este punto, no resisto la tentación de trascribir el primer párrafo de “CIUDADELA”, la obra no corregida y enigmática de Saint-Exupéry y que se refiere a las caravanas del desierto. Helo aquí:
“Pue he visto extraviarse la piedad con demasiada frecuencia. Pero nosotros, que gobernamos a los hombres, hemos aprendido a sondar su corazón para otorgar nuestra solicitud solo al objeto digno de atención. Pero niego esta piedad a las heridas ostentosas que atormentan el corazón de las mujeres, así como a los moribundos y también a los muertos. Y sé por qué.
Hubo un tiempo en mi juventud en que tuve piedad de los mendigos y de sus úlceras. Contrataba curanderos para ellos y compraba bálsamos. Las caravanas me traían de una isla ungüentos a base de oro que recosían la piel sobre la carne. Así obré hasta el día en que comprendí que consideraban un lujo raro su pestilencia al sorprenderlos rascándose y humectándose con fiemo como aquel que estercoliza una tierra para arrancarle la flor purpúrea. Se mostraban uno a otro su podredumbre con orgullo, envaneciéndose de las ofrendas recibidas; pues quien ganaba más se igualaba ante sí mismo al gran sacerdote que expone el ídolo más bello. Si consentían en consultar a mi médico era con la esperanza de que su chancro le sorprendiera por su pestilencia y amplitud. Y agitaban sus muñones para tener un lugar en el mundo. Aceptaban los cuidados como un homenaje ofreciendo sus miembros a las abluciones que los halagaban, pero apenas el mal se había borrado, se descubrían sin ninguna importancia no nutriendo nada de sí, como inútiles y se ocupaban en adelante en resucitar la úlcera que vivía de ellos. Y, bien arropados nuevamente en su mal, gloriosos y vanos, volvían a tomar, escudilla en mano, la ruta de las caravanas, y, en nombre de sus dioses sucios, exigían la limosna de los viajeros”.
Este texto, de una impresionante y también pavorosa belleza merece un largo comentario.