En desarrollo de esta serie de artículos, llegó a mis manos el libro “El ejercicio del derecho en Colombia hoy”, editado por Ediciones Doctrina y Ley, cuyo autor es el doctor Miguel Ángel Barrera Núñez, uno de los tres ilustres magistrados de la actual Comisión de Disciplina Judicial de Caldas, órgano que es el encargado de investigar y juzgar la conducta ética y laboral de abogados litigantes, fiscales, jueces y empleados judiciales. El doctor Barrera es oriundo de la población boyacense de El Cocuy, lleva vinculado hace más de 40 años a la Rama Judicial, 25 de los cuales los ha dedicado a la jurisdicción disciplinaria, y de estos, los últimos 10 años en el Departamento de Caldas. Ha sido un estudioso del tema disciplinario, como quiera que fue corredactor del Código Disciplinario del Abogado, así como autor de la obra comentada sobre el mismo código, publicada por Ediciones Nueva Jurídica.
El libro que ocupa ahora la atención de este columnista fue preparado durante la pandemia, y en el que el funcionario judicial se dedica a hacer reflexiones acerca de la ética y su influencia en el derecho; sobre el sistema jurídico educativo nuestro, y siguiendo al profesor mexicano Luís Fernando Pérez Hurtado, ejemplifica con el sistema alemán que es exigente, tanto para el acceso a los programas de Derecho de sus excelentes universidades, en su gran mayoría públicas -en las que con el valor de una matrícula en Colombia se podría sufragar la totalidad de la carrera no solo en ese país europeo-, como para el ejercicio de la profesión; abordando también los colegios de abogados, el régimen disciplinario colombiano y el ente encargado de aplicarlo, etc.
De las 227 instituciones de educación superior que tiene el país, algo más de la mitad (114), cuentan con el programa de pregrado en Derecho, pero el libro del autor que es egresado de la Universidad Católica de Colombia, siguiendo la línea del doctrinante Mauricio García Villegas, muestra un panorama nada halagüeño: en 1993 existían 38 facultades, mientras que para el año 2007 ya eran 130, en tanto que en el 2015 ya se registraban 178, y en el 2018 eran 192; en 1974 se matricularon 18 mil alumnos pasando a 36.000 en 1994, en tanto que en el 2015 el número de matriculados fue más de 126.000; y además del panorama bastante preocupante a nivel de pregrado, alude en lo concerniente a programas de posgrado, que en el 2015 eran 592, distribuidos en 468 especializaciones, 113 maestrías y 11 doctorados, y estableciendo que el 70% de las facultades eran de baja calidad, porcentaje que parece mantenerse, encontrando reparos en las plantas de profesores responsables de la formación de togados.
En estas reveladoras cifras han debido tener en cuenta que hay universidades con varias jornadas (diurna y nocturna) y con varios grupos de alumnos por jornada y semestre. Tampoco se desconocen los importantes ingresos que generan las escuelas de Derecho, con egresos no muy representativos respecto de otras facultades. Colombia ya ha rebasado las 450.000 tarjetas profesionales expedidas; cuando obtuve la mía en 1980 eran 25.000.
No es que sea malo el aprendizaje del Derecho por cualquier persona, pues en la medida que el mayor número de gente conozca el ordenamiento jurídico y vele por su cumplimiento seguramente derivaría en mayor institucionalidad y democracia y podríamos ser un Estado avanzado en el área; pero sucede lo contrario, en donde muchas veces se utiliza la herramienta con fines incorrectos, más la proliferación de profesionales y las escasas oportunidades laborales -no solo en Derecho-, dando lugar a los problemas éticos que se han venido señalando en estos artículos: “Una sobreoferta de educación jurídica, calidad estratificada conforme a los costos educativos, y un marcado mercantilismo, caracterizado por el abuso de acciones judiciales, la carencia de ética, la ausencia de un sentido de lo público y falta de compromiso de los juristas con la justicia y el Estado”, son igualmente reproches del jurista-autor, al tiempo que denuncia que “defensores de oficio” se excusan y piden sustitución por falta de conocimientos en una determinada materia; o que en su experiencia como juez disciplinario, se tenga que relevar a alguno(s) de esos defensores, e incluso al abogado contratado por el propio cliente, ante la deficiente labor que cumplen, o llegar hasta el punto de tener que suspender audiencias para exigir una adecuada preparación del asunto bajo su cuidado y responsabilidad, en aras de garantizar una óptima defensa técnica. También hace referencia a abogados que sabotean audiencias o hacen presencia en ellas en estado de alicoramiento o afectados por sustancias que alteran su razonamiento.
Este libro merece entonces su lectura para comprender el panorama y el ambiente que tiene el mundo del Derecho. El Estado debe reorientar las políticas frente a las escuelas de leyes propendiendo por una formación íntegra, ética y de sana competencia entre los abogados, no siendo suficientes, pero sí necesarios los órganos de control, así como la implementación de pruebas o exámenes oficiales para garantizar unos sólidos conocimientos, sino que también debe exigir la inculcación de principios éticos que tanta falta le está haciendo a gran parte de la población.