La filosofía que entraña la separación de poderes, lo actual en el sistema democrático, es evitar la arbitrariedad y garantizar los derechos y las libertades, estableciendo límites a quienes detentan el poder para que no abusen de él, y propiciando un equilibrio entre la autoridad de quien manda y la libertad de quien obedece. Para ello, a cada poder o rama se le da su propia independencia y autonomía funcional, y desde luego presupuestal.
El artículo 188 de la Constitución determina que “El Presidente de la República simboliza la unidad nacional y al jurar el cumplimiento de la Constitución y de las leyes, se obliga a garantizar los derechos y libertades de todos los colombianos”, privilegios que ninguna otra rama o autoridad ostenta en nuestro Estado democrático de derecho. Me explico: la rama legislativa expide las leyes, pero corresponde al ejecutivo cumplirlas y hacerlas cumplir, y lo mismo acontece con las sentencias de los jueces. También el presidente tiene la facultad para ejercer funciones legislativas en los estados de excepción, y el ejecutivo también ostenta funciones jursdiccionales. Si el Presidente simboliza la “Unidad nacional”, también lo obliga, sea quien sea, a unir (distinto a unificar) al país; no a polemizar, cuestionar, rivalizar o segregar, pero sí se puede defender, siendo propositivo.
Aquellas funciones le dan al mandatario de los colombianos un estatus o plus mayor, lo que se vigoriza con el precepto 189 de nuestro ordenamiento superior que lo cataloga igualmente como Jefe de Estado, en cuya calidad lo representa a nivel internacional, pudiendo firmar tratados y convenios; sancionar las leyes y otras importantes tareas previstas dentro del amplísimo catálogo de funciones que el mismo artículo prevé. Y además de ser el primer “magistrado” de la nación, igualmente es Comandante Supremo de las Fuerzas Armadas, etc. Y ¿cuál es el soporte de todo eso?, las mayorías legítimamente constituidas dentro de una democracia participativa y popular, por lo que razón tenía John Locke (en Manuel García-Pelayo “Derecho Constitucional Comparado”) cuando mencionaba que “si la minoría pudiera eludir las decisiones de la mayoría, los individuos quedarían desvinculados, no existiría cuerpo político y el pacto (constitución, anoto) carecería de sentido”, compartiendo con Rousseau , que “la mayoría tiene el derecho de obrar y de imponerse al resto”.
Es indudable entonces la relevancia que tiene el presidente de la república en países como el nuestro, que aunque se intente significar una distribución ‘equitativa’ de poder, pensemos que se trata de una aproximación a ese ideal de igualdad en un sistema de pesos y contrapesos, pero lo que sí debe admitirse por razón del pacto político, es la imposibilidad de inmiscuirse una rama (o poder) en las otras, como elemento jerarquico funcional u orgánico (artículos 6º, 113, 121 y 122 constitucionales), así intervengan en su configuración o nominación; de allí que cada una tenga controles jurídicos sobre las demás.
En eso sí tenía razón el Fiscal General; el Presidente de la República no es su superior funcional ni jerárquico, tampoco lo elige y ni lo puede remover, así elabore la terna que le presenta a la Corte Suprema de Justicia para su elección, ni puede intervenir en sus funciones mientras tengamos el actual modelo, pero que como muchos defienden, debería hacer parte del ejecutivo, y qué susto en nuestra aún inmadura democracia; pero ambos sí se deben respeto institucional mutuo, que es el mismo respeto por el país.
Entonces, ¿quién manda aquí? Cada uno en su rama u órgano autónomo e independiente, sin egos; el Presidente no solo manda, también gobierna; y en términos de organización del Estado, sí es el superior político de todos.