Para los que ya atravesaron la difícil situación de perder a sus padres, hay un tercer duelo, es un duelo diferente, pero también es muy doloroso, es el temido momento en el que se cierra el hogar materno, ese al que llegábamos después del colegio, corriendo y con un grito inconfundible: ¡Mamá!
Ese hogar que se construyó con cada objeto y cada recuerdo de nuestra amada infancia, en donde cada adorno tenía un significado y cada mueble una historia. El reloj antiguo, que adornaba el comedor que, cuando cierro los ojos, me evoca la imagen de mi madre dándole cuerda con una llave antigua y que cuando ya estaba muy viejita, y ni su estatura ni las fuerzas le alcanzaban para esa simple tarea (que se le volvió titánica), recurría a alguno de nosotros para que la hiciera; era un honor abrir aquella puerta de madera de aquel objeto, tantos años mirado y admirado desde lejos, insertar la llave y dar cada vuelta, aún escucho aquel sonido en mi cabeza.
Los muebles del comedor tienen la historia más entrañable, eran unos muebles de cedro negro, el espaldar de cada una de las sillas tenía una imagen delicadamente repujada por las manos prodigiosas de mi abuela Sofía. Eran en sí mismas una clase de historia; una de las sillas principales, en la que se sentaba mi papá, tenía el escudo de Colombia, con cada uno de sus detalles, en el otro extremo de la mesa, la otra silla con el escudo de Manizales, los espaldares de las otras adornados con las caras de nuestros próceres de la independencia; Bolívar, Nariño, Santander, José María Córdova, también el sabio Caldas y la silla que a mí más me gustaba, la que tenía la imagen de Policarpa Salavarrieta, como símbolo de la valentía y presencia femenina en nuestra historia patria. Me imagino las horas interminables que debió haber pasado mi abuelita repujando cada imagen, también siento el dolor de sus manos por el esfuerzo y creo palpar los callos formados en sus dedos, por el uso constante de aquellos instrumentos que utilizó para dejarnos ese legado.
La sala de la casa, con su forma circular, alojaba unos muebles de estilo Art Deco, elegantes y sobrios, que siempre recuerdo tapizados de terciopelo color vino tinto. En aquella sala tuvimos todo tipo de celebraciones; grados, matrimonios, cumpleaños, también las reuniones políticas de mi papá, la más notable cuando recibimos en esa misma sala al doctor Carlos Lleras Restrepo, sin duda el huésped más ilustre que allí estuvo.
El patio de la casa, que en la niñez tenía columpios y hasta un sube y baja, la casa de los perros, las rosas de mi mamá y otras tantas matas, que ella adoraba y cuidaba con mucho esmero. La biblioteca, con sus estantes llenos de libros para darles gusto a nueve lectores ávidos, además de mi papá y mi mamá y tantos de nuestros amigos, quienes se beneficiaron de los libros que tenía ese mágico lugar.
Hoy la casa se está quedando vacía, el hogar se ha apagado, el dolor es inmenso pues la casa de la niñez ya no nos espera con sus puertas abiertas, tendremos que buscar refugio a nuestras penas y soledades en otras paredes, pues los padres ya no están y sus símbolos poco a poco van quedando desperdigados, ocupando espacio en otras casas, algunos quedarán arrumados por ahí, pero ya no van a ser parte de una sola historia nunca más.