En uno de los colegios de la ciudad se detectó un consumo generalizado de vaper en un grado séptimo. Tan pronto se advirtió la situación, el coordinador intervino de inmediato. Tras realizar las indagaciones respectivas, se identificaron claramente las circunstancias del hecho y a sus responsables. En esta ocasión, me referiré solo a uno de los hallazgos documentados por el directivo: los niños responsables de ofertar y distribuir el consumo del mencionado dispositivo. Uno de ellos, Joaquín, de tan solo diez años. Debido a la delicada naturaleza del caso, el coordinador le presentó el informe respectivo al rector, quien decidió asumir personalmente el tratamiento del caso. El rector citó a todos los involucrados, cada uno con motivaciones bien particulares. En esta ocasión, como ya mencioné, me enfocaré en el caso de Joaquín. El rector citó a la madre del niño, le informó lo sucedido y luego le preguntó a Joaquín: “¿Qué estabas haciendo?”. A lo cual, intimidado, el niño respondió: “Ofreciendo vaper”. El rector, nuevamente, inquirió: “¿Dónde lo compras? ¿Quién te lo suministra?”. Joaquín respondió: “No, rector, yo no he traído nada. Solo comparto con mis amigos un código QR que tengo en mi celular, y quien los vende es mi padrastro”.
Sorprendido, el rector continuó: “¿Tu padrastro te manda al colegio a ofrecer vaper?”, y Joaquín respondió: “No, no señor, es que nosotros tenemos una cacharrería donde vendemos muchas cosas”. En ese momento, su madre lo interrumpió abrupta y agresivamente, reprochándole su actitud: “¿Quién te ha dicho que nosotros te mandamos a hacer eso a la escuela? No seas irresponsable, uno con tantos problemas y ahora, vea pues, nos pueden acusar de infiltrar a un menor de edad en la escuela a distribuir droga…”.
Joaquín, perplejo, escuchó a su madre y, de repente, se lanzó sobre ella llorando: “Mamá, mamá, es que como tú estás sin empleo y la estamos pasando tan mal, yo me puse a ofrecer la mercancía a mis amigos para ver si de pronto nos salía algún negocito…”. El cuadro posterior habla desde su silencio, y las lágrimas de ambos recrean aquella escena cargada de sentimiento y conmoción.
Bien saben ustedes, amigos lectores, que la filosofía de esta columna no es predicar, adoctrinar o tan siquiera dar respuestas. Todo lo contrario, la finalidad es provocar reflexiones y generar inquietudes e interrogantes. Por ello, me voy a permitir plantear algunos que pueden motivar la reflexión, tanto individual como colectivamente: ¿Deben los hijos conocer detalladamente las dificultades y los problemas del hogar?, ¿cómo evitar que esas dificultades afecten el estado anímico de los niños?, ¿qué consecuencias pueden sobrevenir si esos problemas se ocultan?
Definitivamente, cada día me convenzo más de que el mejor centro de interés que tendría que existir hoy en Colombia son los de salud mental y emocional. Los niños deberían recibir en la escuela ayuda y soporte para el manejo de todas sus emociones. Es en la escuela donde se descubren todas estas situaciones de angustia, donde explotan los episodios críticos, donde los niños sienten las garantías para mostrarse tal como son. En el hogar, en cambio, impostan, mienten, fingen estar bien, dicen que no pasa nada, y al llegar a la escuela, liberan las cargas sentimentales y emocionales reprimidas. Espero que algún día en Colombia podamos ver esta realidad y que la escuela pueda ofrecer a los niños estrategias efectivas para enfrentar las dificultades los afectan.