En las escuelas públicas de la ciudad, como en muchas otras de Colombia, se ofrece a los estudiantes el Programa de Alimentación Escolar (PAE) como parte de sus beneficios. No es extraño escuchar entre los escolares beneficiarios del programa que no están del todo satisfechos con él, y las razones son diversas. Desde las estrictas normas de nutrición hasta la calidad de la preparación o el gusto de sus comensales, hay varios aspectos que pueden generar descontento. Sin embargo, también reconozco los grandes esfuerzos que hacen las instituciones para proporcionar un servicio de comedor de calidad, a pesar de los nefastos efectos de la corrupción que, sin duda alguna, limita los recursos.
A pesar de lo anterior, estoy convencido de que en nuestras escuelas públicas es posible ofrecer un servicio de comedor con excelentes condiciones y que satisfacer a los escolares en el restaurante escolar es un propósito alcanzable.
Un día, durante el almuerzo en medio de la ajetreada hora pico del servicio, el rector realizaba su habitual recorrido por el comedor. Luego de recorrer el área y saludar en cada una de las mesas a los asistentes, fue abordado por Aristides, un joven estudiante de grado décimo, quien expresó: “Rector, con todo respeto, ¡qué almuerzo tan chimba!”. Fue una expresión espontanea que reflejaba no solo su satisfacción, sino también un sentimiento de alegría y aprobación; un eureka, si se quiere.
Esta anécdota, además de ser muy llamativa, tiene profundas implicaciones pedagógicas que merecen reflexión.
Al igual que con el PAE, la escuela y sus clases enfrentan desafíos para conectar con los estudiantes. En muchas ocasiones, la escuela no transmite, no convence, no provoca. En el restaurante escolar, esta desmotivación se refleja en el sitio donde los estudiantes depositan las sobras de los alimentos; ahí, precisamente, se encuentra el mejor indicador de lo que ha sucedido en la cocina, y ese recipiente es el termómetro que mide de forma implacable cómo anda la cosa en el restaurante. Pero si el desgano y la inapetencia, más allá del comedor escolar, está en el aula de clase y en la propia escuela, es apenas razonable preguntar cómo está siendo recibida la experiencia educativa.
Me surgen entonces algunos interrogantes genuinos que merecen nuestra atención y para los cuales hoy no tengo una respuesta: ¿los maestros y directivos somos conscientes de las “sobras” de la escuela?, ¿dónde “depositan” los niños todo lo que no desean “consumir” en clase?, ¿la escuela garantiza el derecho de los niños a no “ingerir” lo que no les gusta, incluso si puede hacerles daño?, ¿qué hace la escuela para ofrecerles a los niños una experiencia educativa que los motive y les elimine los “restos” de desinterés?
En última instancia, así como Aristides encontró motivos para celebrar su almuerzo, también es posible lograr que los niños expresen su entusiasmo ante sus profesores y digan sin pena ni miedo alguno: “Profe, con todo respeto, ¡qué clase tan chimba!”.