Eran casi las dos de la tarde en una escuela pública de la ciudad cuando el rector observó con grata impresión a la profesora Ana de preescolar acompañando a Jacobo, uno de sus pequeños alumnos, mientras se tomaba un algo: una empanada de cambray y un jugo. El pequeño degustaba el refrigerio como si fuera un manjar nunca consumido, y el rector se asombró por la forma como el pequeño devoraba el alimento que Ana le ofreció con mucho amor.“Profe, jamás había visto a un niño comer con tanto agrado”, comentó. “Tenía mucha hambre, rector -contestó la profe-, está sin almorzar y no han venido por él”. Y en un tono muy bajo y suave añadió al oído del rector: “La mamá lleva dos días tomando”.
Esta anécdota revela una realidad dura y frecuente: la vulnerabilidad de muchos niños como Jacobo. El rector, al conocer con detalle el caso, se entrevistó con la abuela y la madre del niño, y conoció la crítica situación de riesgo en la que vive. También dialogó con el niño y corroboró un cuadro de desesperanza que no tendría por qué sufrir una persona con apenas cinco años. El propósito no es dibujar este cuadro de desesperanza, pero sí es cierto que la historia de Jacobo no está marcada por celebraciones de cumpleaños, visitas a centros de recreación o espectáculos infantiles; en lugar de bellos recuerdos, su vida está teñida de dificultades y carencias.
Deseo aprovechar esta experiencia para exaltar la actitud de la profe. Son las dos de la tarde y aún está en la escuela acompañando a uno de sus niños que reclama su atención, se ha dado cuenta de que tiene hambre y le provee un alimento. Este gesto no es solo una acción de compasión, sino un acto de amor que dejará una huella profunda en el alma del niño, porque sin duda Jacobo tuvo la oportunidad de saborear la mejor empanada de su vida. Una que será inolvidable. Profe Ana, este artículo es un homenaje y reconocimiento a maestros como usted, que vibran con los aconteceres de la escuela y se deben a sus niños y a todo cuanto los rodea, principalmente a sus condiciones de riesgo.
También quiero invitar a la reflexión a todos los actores de la comunidad escolar. La dirección de la escuela debe apoyar a los profesores en situaciones como esta y llevar estos casos a las autoridades pertinentes para garantizar la protección de los menores y adolescentes. Asimismo, es una obligada reflexión para los papás y las mamás; debemos agradecer, reconocer y exaltar a aquellos que cumplen sagradamente sus responsabilidades, que cuidan con celo y pasión a sus hijos, pero también llamar la atención de quienes, como en el caso de Jacobo, abandonan a sus hijos a cualquier suerte, no se preocupan de sus carencias, no atienden sus tristezas y andan satisfaciendo sus deseos, placeres y vicios, sacrificando la felicidad de sus hijos.
Si las autoridades atienden esta situación con la urgencia que requiere, muy pronto Jacobo tendrá a su lado unos tutores que, aunque no sean sus padres biológicos, le prodigarán todo lo que hasta ahora le ha sido negado. Cuando le pregunté por su padre, me dijo: “Mi papá verdadero no existe”. Tristemente, estas palabras subrayan la desesperanza de un niño que merece un futuro mejor.