Vivir una ciudad es navegar un sentimiento que nunca es el mismo, es abandonar las certezas mientras se transitan todos los estados de ánimo, es encarar una contradicción que nunca se va a resolver. Entender que en una ciudad existen tantas ciudades como personas es descubrir que al fin y al cabo los territorios son su gente, sus visiones y sus circunstancias.
Londres es eso: muchas ciudades en un solo lugar y muchas épocas al mismo tiempo. Es habitar los espacios en los que Marx escribió una de las obras más grandes de la humanidad. Es padecer la omnipresencia de las cámaras de seguridad y contemplar cómo los temores de Orwell se hicieron realidad. Es evocar a Pink Floyd al pasar por las escuelas y los edificios de antiguas fábricas. Es sentarse en los parques que Virginia Woolf o John Maynard Keynes frecuentaron. Es ver a Bowie reflejado en rebeldes de todas las edades. Es intuir a Shakespeare en la estrechez de la ciudad medieval o conectar emocionalmente con las visiones y sufrimientos de Tomás Moro. Es intentar descifrar la ciudad que Dickens narró, que los obreros construyeron y que Churchill resguardó.
Pero Londres es también lo mundano, lo cotidiano. El ruido ensordecedor del metro subterráneo, las conversaciones de borrachos y las miradas indiscretas desde el segundo piso de los buses, las máquinas que desterraron casi por completo a los humanos de tiendas y supermercados, la puntualidad infalible de los trenes, la resistencia de la gente a aceptar efectivo, el silencio abrumador de las bibliotecas, la magnitud y aparente gratuidad de los museos, la amabilidad honesta y moderada de los locales, la incorporación de castillos y figuras monárquicas a los paisajes diarios, la felicidad de saber que siempre hay cerca un parque y la peculiar euforia de los pubs en los que casi nunca suena música.
Y en la vida común de esta megalópolis, hoy capital de un país y en un pasado no tan lejano de un imperio, siempre hay dualidades y resistencias. A pesar de que se hablan más de 200 idiomas y se celebra el sincretismo cultural, la verdadera integración sigue siendo más un objetivo que una realidad. Aunque el estado de bienestar ha otorgado derechos a personas de todas las clases sociales, la visión de privatización y financiarización amenaza con socavar consensos que fueron hitos y ejemplos globales durante décadas. A pesar de que la democracia es un valor histórico local y nacional, ciertas nostalgias coloniales y anhelos totalitarios ponen en peligro los avances que el pluralismo ha aportado a esta sociedad.
En este juego de opuestos, Londres ha sido para mí, medio y fin, causa y efecto. Esta ciudad, a la que vine persiguiendo un sueño académico y político, me acogió como solo este tipo de urbes sabe hacerlo: compartiendo parte de su grandeza, revelando progresivamente su escala, exponiendo límites y recordando las fronteras que no se deben cruzar.
Londres marcó la reivindicación de mi identidad latinoamericana, el abandono de prejuicios, el reconocimiento de mi vulnerabilidad, la admisión de la ignorancia, la inmersión en la diversidad. Representó una versión de mí en la que las certezas cedieron ante las preguntas, en la que el mundo se hizo más tangible y, al mismo tiempo, más amplio. También implicó entender que los afectos y los lazos no solo esperan y se adaptan, sino que también se expanden y abrazan nuevos nombres, nuevas caras y nuevas relaciones.
Sin pretender ofrecer una definición única ni resolver la paradoja de esta ciudad, puedo afirmar con certeza que Londres fue y será un camino con corazón.
Coletilla. Los mejores deseos a don Nicolás Restrepo. Más de una vez me respaldó, sin necesariamente estar de acuerdo conmigo, frente a reclamos y amenazas de poderosos por mis opiniones y denuncias. Eso ha significado él para el periodismo y la opinión regional: la garantía de una pluralidad sin la cual la democracia no puede entenderse ni ampliarse.