Uno se mueve para desacomodarse, y cada mudanza lo altera todo. Al final, uno nunca es el mismo, ni al irse, ni al quedarse; ni en la ausencia, ni en la permanencia.
Es igual de ingenuo regresar anhelando que todo permanezca intacto que creyendo que todo ha cambiado.
Desplazarse resulta incómodo, dado que nos enseñaron que la vida es una línea recta en la que el paso del tiempo y las distancias recorridas deben marcar únicamente ascensos y avances. El movimiento trastoca creencias, ya que nos persuadieron acerca de la presencia de temporalidades inmutables y de la necesidad de seguir trayectorias fijas. A través de ellas, supuestamente sabríamos exactamente qué hacer, qué producir y dónde estar en cada momento de nuestra existencia.
Pero la vida está lejos de ser una senda uniforme o una sucesión de logros. Es más bien una colección de intentos, un repertorio de ensayos, intenciones y propósitos. Un viaje en el que la mayoría vamos, no tras eventos fantásticos o acontecimientos pirotécnicos, sino en búsqueda de pequeños rincones de tranquilidad, de espacios transitorios de plenitud. Una travesía donde lo genuinamente trascendental son los viejos y nuevos afectos, los recuerdos de risas, comidas y borracheras, las fotos de lo que fue y las postales de lo que puede ser.
Mudarse es avanzar con la creencia de que hay un plan, con la convicción de que seguimos una ruta. Sin embargo, no hay plan, no hay ruta, o mejor dicho, aunque existan, al universo no podría importarle menos. Castaneda, dándole voz al viejo chamán Don Juan Matus, nos enseñó que todos los caminos son iguales, pero la verdadera pregunta radica en si el camino que elegimos tiene corazón o no. Eso lo cambia todo.
Por eso deambulamos entre pequeñas tristezas y soledades, de cortos júbilos y logros pasajeros a otros, buscando comprender el significado profundo del recorrido. Intuimos que quizás, como dice Onetti, lo verdaderamente complicado de entender no es que la vida nos prometa cosas que nunca da, sino que siempre las concede para después dejar de hacerlo.
En el año de las transiciones, los viajes y los claroscuros, descubrí que las mudanzas, como advirtió Gómez Montejo, hacen que uno ya no sea “quien parte ni quien vuelve/sino algo entre los dos/algo en el medio/lo que la vida arranca y no es ausencia/lo que entrega y no es sueño/el relámpago que deja entre las manos/la grieta de una piedra”.