Algo impactante que me sucedió este año 2022 fue la visión por primera vez en mi vida de la momia de Vladimir Ilich Lenin (1870-1924), revolucionario ruso que fundó la Unión Soviética y sigue siendo considerado padre de la patria e ícono nacional, pese a que en la actualidad Rusia no es un país marxista-leninista, sino por el contrario una poderosa nación capitalista, marcada por el resurgimiento de la ortodoxia religiosa que reinó durante los zares.
Hace 15 años visité Moscú, cuando estaba en pleno apogeo el gobierno de Vladimir Putin, quien vivía entonces, joven y atlético, los primeros periodos de su largo y exitoso reinado. Visité la Plaza Roja y la hermosa Catedral de San Basilio, pero evité ingresar al imponente mausoleo de Lenin, a un lado del Kremlin. Vi desde lejos la imponente pirámide escalonada cubierta por mármol rojizo, pero no me atreví a hacer la cola e ingresar a aquellos misteriosos aposentos.
Sabía que Lenin estaba ahí desde su muerte tras una larga enfermedad degenerativa y que según crónicas o leyendas parecía dormitar apaciblemente en ese lugar entre la penumbra del tiempo y las ideologías. Como los adolescentes rebeldes que deciden cortar con las ideas religiosas y renegar de templos y dioses, fingí la total indiferencia y preferí disfrutar las maravillas de la Catedral construida por Iván el Terrible en honor de Basilio, el santo loco que deambulaba desnudo o en harapos por la plaza entre las nieves del invierno siberiano.
En 2007 Rusia emergía de sus ruinas y miserias como un nuevo, próspero y fuerte país capitalista, caracterizado por la presencia de poderosos oligarcas amigos personales de Putin y allegados al gobierno, quienes estaban al mando de las empresas claves en diversos rubros, y cuyas inmensas fortunas eran comentadas con asombro en los grandes medios occidentales.
Putin y Occidente vivían una luna de miel, Estados Unidos y Rusia negociaban tratados para disminuir la proliferación nuclear y tanto él como sus ministros y amigos oligarcas eran recibidos con honores en todas las capitales, mientras sus yates se paseaban por los lujosos puertos del Mediterráneo.
Al nuevo Zar ruso, ex espía y ex dirigente de los servicios secretos del país, hijo de la señorial San Petersburgo, se le veía en las portadas de las revistas de farándula mostrando su musculado torso de atleta, cabalgando por las estepas o nadado en aguas heladas, como alguno de esos monarcas de las planicies mongolas y siberianas que hace milenios recorrían a gran velocidad el territorio sobre magníficos alazanes criados en Samarcanda, Yakutia, Kiev o Nobosibirsk.
Una tarde, cuando caminaba cerca del Kremlin, vi salir la nutrida caravana de autos y vehículos de seguridad, algunos dotados con antenas, que lo escoltaban y lo conducían raudo hacia algún lugar incógnito, tal vez su dacha en las afueras de Moscú, o el aeropuerto militar, desde donde emprendería otro viaje internacional.
Los analistas políticos apostaban por una sólida alianza entre Occidente y la nueva Rusia surgida de las ruinas de la Unión Soviética, que sellaría así el deshielo iniciado con la Perestroika por Mijail Gorbachev, el derrumbe del Muro de Berlín, el retorno de los países comunistas del Este europeo a la Europa de la OTAN y el hundimiento del país con Boris Yeltsin, quien vodka en mano celebraba alegre con dirigentes occidentales que hasta hacía poco eran los enemigos jurados de la Guerra fría.
En muchos lugares del inmenso país y de la vieja ex Unión Soviética se tumbaban las estatuas de Marx, Stalin y Lenin, los gigantescos monumentos de hierro, piedra y bronce en honor de obreros, obreras, campesinos y soldados soviéticos, que eran llevados a luego a desolados cementerios de efigies otrora adoradas con devoción, mientras surgían rascacielos financieros en Moscú, tiendas de lujo y bares y clubes de ensueño para las nuevas castas surgidas de la prosperidad.
En ese contexto Lenin había pasado de moda y parecía absurdo entonces ingresar a la cripta a observar la momia tal vez empolillada del líder autor de Qué hacer, entre otros libros, proclamas y discursos que nuestra generación leyó al mismo tiempo que las biografías de grandes expertos occidentales le dedicaron a este héroe e intelectual muerto a los 54 años, antes de que hubiese podido llevar a la práctica sus planes, cosa que realizó en su lugar el georgiano José Stalin en vez de León Trotsky, el otro candidato a sucederlo.
Cuando ya se acerca el centenario de su muerte en enero de 2024 y se especula en medio dudas sobre el posible entierro definitivo de la momia, no podía perder la oportunidad de verlo por si acaso. Hice la cola que por estos tiempos de guerra es menos larga a falta de turistas e ingresé al impecable mausoleo con aires Art Deco, donde su figura yaciente impresiona, como la de un viejo amigo o familiar de baja estatura, calvo, de ojos asiáticos cerrados, labios ceñidos, manos intactas, enfundado en su traje negro, camisa alba con mancuernas, chaleco y típica corbata negra de bolitas blancas.
Ahí estaba él, el nativo de Simbirsk junto al Volga, el marido de Nadiezdha Krupskaia, el amigo de Inés Armand, el viajero de París y Ginebra, el lector voraz, el filósofo aficionado, el estratega mundial a quien tantas horas dediqué en la adolescencia. Quedé pasmado ante su figura y di vueltas mirándolo desde distintos ángulos sin querer irme, hasta que un soldado con aires de mujik severo me ordenó seguir el camino señalado entre la penumbra y un silencio espectral.