Cuando llegué a México, en septiembre de 1980, lo primero que hice fue presentarme a una leyenda de la literatura mexicana, amigo de Juan Rulfo, don Edmundo Valadés (1915-1994), autor del libro de cuentos La muerte tiene permiso y quien dirigía entonces la sección cultural del prestigioso y poderoso diario capitalino Excélsior. Después de hablar un rato, le dije que deseaba colaborar en el periódico.
Valadés, que era un caballero de adarga antigua, me dijo que le llevara dos artículos para leerlos y decidir, pero yo ya los traía en mi carpeta y se los dí. Me dijo que mirara el diario en los próximos días y si aparecía alguno publicado, ya podía considerarme columnista de ese gran diario. El jueves siguiente vi el artículo publicado y desde entonces fui un colaborador habitual con la columna semanal y con entrevistas o reportajes varios que le presentaba y siempre me publicaba y por los que pagaban una buena suma de dinero. Los colaboradores debíamos presentarmos en un piso alto del señorial edificio de Reforma ante el administrador, don Juventino Olivera López, quien firmaba siempre en presencia del autor el documento con el que uno iba después a cobrar a la caja.
Durante tres años colaboré estrechamente con Don Edmundo, una de esas figuras humanistas y generosas de otros tiempos que ya desaparecieron para siempre, nacidos a principios del siglo XX y que trabajaron y lucharon a lo largo de la centuria por la cultura, que en México tuvo gran protagonismo desde la Revolución y la gestión de José Vasconcelos como rector de la Universidad Nacional Autónoma de México y ministro de Educación. México es en definitiva un gran país milenario y sin duda el hermano mayor de los países latinoamericanos. Posee grandes instituciones culturales y universitarias, editoriales de alto rango apoyadas por el Estado, alimentadas con el trabajo de maestros y eminencias del exilio español, internacional y latinoamericano a lo largo del siglo.
En varias oleadas de migración cultural, México acogió a los latinoamericanos en su seno y les facilitó vivir, crecer y prosperar en esa tierra como profesores o periodistas y a eso se agregó a lo largo del siglo la presencia de figuras de la cultura mundial como el cinesasta ruso Einseinstein, León Trotsky; los novelistas ingleses D.H. Lawrence, Malcolm Lowry y Graham Greene; los franceses Antonin Artaud, Jacques Soustelle y J.G.M. Le Clézio, o los beatniks norteamericanos William Burroughs y Jack Kerouac.
Trabajé con Edmundo Valadés durante tres años de gran fertilidad y cuando él tuvo que salir del periódico, me dijo que me quedara, pero decidí irme también, con tan buena suerte que poco después me acogieron en el otro gran diario mexicano Unomásuno, cuyo suplemento literario Sábado era el principal del país y estaba dirigido por Huberto Batis, otra gran figura de la cultura literaria con quien trabajé varios años. Por esa redacción pasaban sin falta todas las figuras de la literatura y la cultura mexicana y latinoamericana que iban a dejar sus artículos en persona, antes de la era digital.
Llegué a México deseoso de calentar motores literarios en el momento preciso, pues solo faltaban dos años para que le dieran el Nobel a García Márquez y estaban vivos y presentes ahí Rufino Tamayo, Juan Rulfo, Octavio Paz, Carlos Fuentes, Álvaro Mutis, Elena Garro, María Félix, Cantinflas, Tongolele, Dámaso Pérez Prado, Ninón Sevilla y miles de figuras del arte, el saber y el pensar.
Para cualquier escritor mexicano o latinoamericano, México ha sido como un paraíso, pues hay poderosas editoriales de carácter federal como el Fondo de Cultura Económica o la de la UNAM y en cada estado existen otras patrocinadas por universidades e instituciones locales. También se otorgan cada año becas y decenas de premios literarios y artísticos muy bien dotados, por lo que tarde o temprano todo autor o artista recibe uno de ellos. Y esa generosidad cultural es tan sagrada que a nadie se le ocurriría hacer desaparecer esas canonjías a las que se agregan las de instituciones como el Colegio Nacional o las becas del FONCA, que pagan a veces con carácter vitalicio abultados sueldos a los letrados miembros de la clerecía cultural. Muchos escritores listos o bien conectados han podido vivir así parte de sus vidas, y a veces toda la vida, financiados por las instituciones.
No se si eso sea bueno o justo, pero tales privilegios han existido en México para escritores y artistas como remanente de la política cultural instalada por la revolución institucionalizada en la primera mitad del siglo XX. Y por eso los autores y artistas mexicanos son tarde o temprano homenajeados a nivel nacional o regional hasta su deceso, cuando algunos reciben los altos honores en el Palacio de Bellas Artes, como ocurrió con María Félix, Cantinflas y Gabriel García Márquez, entre otros. Aunque durante décadas las canonjías fueron acaparadas por élites endogámicas capitalinas blancas de origen europeo, después se han abierto y democratizado hacia las minorías étnicas y los provincianos. Un ejemplo a seguir en el resto del continente.