Uno de los fenómenos más interesantes en los usos literarios en América Latina y el mundo en este siglo XXI, décadas después del inicio de la era digital, es la creciente proliferación literaria, inimaginable en el siglo pasado, cuando ser escritor era un desdeñado camino riesgoso y minoritario que podía llevar a la miseria y a la soledad en capitales y provincias.
La llegada de las computadoras facilitaron la tarea, que antes era ruda con las viejas máquinas de escribir Underwood y Remington que obligaban a repetir la plana cuando se cometían errores y exigían gran fortaleza dactilar, por lo que alguna vez Juan Rulfo dijo que se debía comer mucha carne para enfrentar el reto físico de ser escritor. Además desde hace más de dos décadas los magníficos programas automáticos anuncian y corrigen los errores de ortografía y redacción y pronto la Inteligencia Artificial redactará los libros de los aspirantes a la gloria.
Salvo unos cuantos escritores, en su mayoría varones, que lograban gran reconocimiento y con frecuencia se desempeñaban en altos cargos gubernamentales y diplomáticos, la mayoría de los escribidores, poetas, cuentistas y narradores del siglo XX eran marginados a los que casi todo el mundo les sacaba el cuerpo, como si estuvieran afectados por la peste.
Cuando alguien comunicaba a la familia su deseo de convertirse en poeta o novelista, las madres irrumpían en llanto, al saber el viacrucis que el pobre muchacho tendría que recorrer a lo largo de la vida, y lo imaginaban mendigando en los cafés como gotereros o tratando de vender sus pequeños poemarios a los amigos o conocidos, que al verlo llegar con la precaria mercancía lírica se escondían o huían.
Al propio García Márquez de joven lo apodaban “Trapoloco” y lo consideraban “un caso perdido” y en México, cuando llegó a la capital muchos con poder literario se burlaban de él por su apariencia, no le auguraban ningún futuro y no comprendían cómo su amigo Alvaro Mutis lo recomendaba con tanto entusiasmo.
El propio Nobel relató con generosidad sus penurias infantiles y juveniles en Vivir para contarla, como cuando iba a vender estampas o dulces en el mercado de Cartagena de Indias para ayudar a su mamá, encargada sola de una enorme prole. Y eso sin incluir la miseria vivida en París, cuando recorría las calles en invierno en espera de hallar una moneda perdida en el suelo o tocaba la guitarra y cantaba en los bares y cavas existencialistas para ganar unos francos al lado de su amigo el artista venezolano Soto.
Pero su consagración y triunfo milagroso después de años de dificultades ejerció sin duda un efecto favorable para el cambio en la percepción general de los escritores en ambientes donde antes los aborrecían y desató la codicia de quienes pensaron repetir la proeza y así volverse famosos, millonarios y adulados como en los cuentos de hadas en un abrir y cerrar de ojos.
Empezaron entonces a proliferar los talleres literarios y más tarde las prósperas carreras académicas de escritura creativa que se convirtieron en rentable negocio en los campus universitarios estadounidenses y luego fueron clonadas con éxito en el resto del continente latinoamericano. Ahora estudiar para escritor se volvió una carrera de moda como antes el Derecho, la Sociología, la Antropología o el Periodismo, y los estudiantes presentan ahora como tesis novelas o libros de cuentos con la esperanza de que sus maestros o los contactos obtenidos tras pagar costosas matrículas y mensualidades, puedan llevarlos a la gloria y la fama.
También al lado de esas carreras universitarias, han proliferado editoriales especializadas en publicar los libros que no encuentran editor y venden el sueño de la gloria a cambio de pagar la edición o comprar centenares de ejemplares. Los pudientes o las pudientes que tienen para pagar publican cada año varios libros como conejos o conejas y quienes no tienen recursos se quedan para siempre con sus manuscritos engavetados en el limbo.
El editor Guillermo Shavelzon calcula que en todo momento hay en circulación en América Latina al menos 3.000 manuscritos de novelas correctas que nunca hallarán editor y la cifra de poemarios debe ser casi infinita como las estrellas del cosmos.
Pero todo esto en fin de cuentas es una buena noticia para la literatura, pues las carreras universitarias de escritura creativa propician la formación sólida de muchos nuevos lectores, editores, corectores y redactores y eso es mejor a que estudien para mafiosos. Es seguro que los miles de aspirantes a escritores no lograrán jamás la gloria de García Márquez, porque eso es un fenómeno de otra época e irrepetible, pero al menos gozarán de los libros y soñarán escribiendo como antes de la invención de la imprenta, cuando se usaban las tabletas sumerias y los papiros egipcios.