Uno llega a Lille en el último tren a medianoche y al salir, caminando apresurado por los andenes de la estación, lo recibe la niebla nórdica que con las luces de los faroles otorgan aire fantasmal al lugar, evocador de sueños extraños o filmes oníricos que proyectan sombras fantasmales con personajes de bastón y sombrero de copa salidos de un poema de Baudelaire.
Desde ese instante la ciudad adquiere un aura literaria, pues en ella conviven varios mundos y tradiciones centenarias marcados por auges incontenibles y guerras atroces de codicia y envidia: Gran Bretaña, Bélgica, los Países Bajos, Francia o la propia Alemania, sedes de imperios sucesivos, cíclicos, intermitentes. Lo atestiguan las estatuas de monarcas y héroes militares de las épocas coloniales, como Faidherbe, el gobernador de Senegal y jefe francés de los ejércitos del norte, cuya estatua ecuestre se ve cerca del metro República entre la niebla.
Y es normal esa sensación libresca cuando viene uno a hablar de viaje y literatura con los estudiantes de letras modernas y del Centro de lenguas de la Universidad de Lille, polo cultural de una gran ciudad fronteriza, esta vez con Bélgica, tanto la francófona como la flamenca. Aquí cerca está Brujas, la ciudad maravillosa que relató Georges Rodenbach en Brujas la muerta, publicada a fines del siglo XIX.
Como todas las ciudades de esa estirpe, la urbe flota entre varios mundos, lenguas, culturas, pasados de guerras y esplendores que enriquecen el sincretismo de sus edificios y de la gente que habita en ellos. Por aquí han pasado múltiples ejércitos y antes estaba cruzada por canales como Amberes o Gante. La ciudad ha sido devastada y vuelta reconstruir tantas veces que la cuenta es imposible, pero en tiempos de paz ha sido centro comercial, de ferias e intercambios de productos e ideas como lo es ahora.
En la actualidad la capital de la Flandes francesa es de facto el centro de un polo metropolitano europeo al que pertenecen ciudades francesas y belgas y a donde llegan los trenes rápidos como el Eurostar, que lleva a Londres, o el que conduce a París. Por eso se escuchan muchas lenguas, acentos y dialectos y conversaciones agitadas sobre el destino de Europa, la guerra en Ucrania, la crisis energética derivada de ella y la inflación.
Es una metrópoli que en los últimos tiempos ha sido parte del sueño de unidad europea, ahora maltrecho tras la salida de Gran Bretaña de la UE y las consecuencias del Brexit y por la guerra en Ucrania, que divide a la opinión de los países de la comunidad y desata debates sobre la relación que se debe tener con Rusia, la ancestral tierra de los zares, de la gran Catalina II, amiga de Francisco de Miranda y Voltaire, la patria de Tolstoi, Dostoievski, Rasputín, Lenin, Stalin, Trotsky, Bulgákov y Maiakovski, entre otros.
Sus edificios fueron construidos con el estilo dominante en los Países Bajos durante el esplendor de Ámsterdam como capital de un imperio comercial mundial, con sus típicas fachadas escalonadas, geométricas, y otros en el marco de la más clara tradición imperial francesa, por lo que deambular por sus calles y callejuelas entre la niebla nos recuerda el mito literario y fílmico de doctor Jekyll and mister Hyde, obra de Rober Louis Strevenson sobre la doble personalidad, inspiradora de tantos filmes, imaginaciones y textos psiquiátricos o sicoanalíticos.
Parecidas diferencias se registran, pero de otra manera, en Estrasburgo, ciudad alsaciana fronteriza con Alemania, sede del Parlamento europeo, que tiene viejos barrios medievales bañados por los brazos del río que la cruza y desemboca en el Rhin y otros que recuerdan ya sea el dominio alemán o francés, pues ha sido disputada, conquistada y reconquistada varias veces por ambas naciones.
Estrasburgo, como casi todas las ciudades de estas zonas fronteriza, han sido centro de ferias e intercambios desde los tiempos del Imperio Romano y fue básica en el medioevo para animar y cambiar poco a poco el mundo con el auge revolucionario del Renacimiento de las ciencias, el comercio, las ideas y las artes.
Los perseguidos por ideas en España e Italia podían refugiarse junto al río Rhin, el de Los Nibelungos, y dedicarse a escribir y pensar y a vivir. En el centro de Estrasburgo, no lejos de la magnífica catedral gótica, tal vez la más bella de Europa, hay una estatua de Gutenberg, el inventor de la imprenta, que estuvo refugiado un tiempo entre sus callejuelas, así como el alquimista Alberto Magno.
Por eso al llegar a Lille esta semana a hablar de literatura entre la bruma, pienso que estas frágiles ciudades fronterizas volverán a cambiar de dueño en décadas o siglos futuros, porque las guerras y los cambios de mapas y banderas hacen parte de la pulsión humana. Los países son como el Doctor Jekyll y Mister Hyde: viven tiempos estables y pacíficos y de repente se convierten en monstruos sanguinarios y nada los detiene en su autodestrucción.