Un delirante tejido concéntrico forma desde lo subterráneo hasta lo aéreo a la imaginaria ciudad de París que pronto invadirán deportistas y turistas en los Juegos Olímpicos 2024. Apeñuscados en la oscuridad, miles de calaveras y esqueletos pueblan el laberinto de las catacumbas, visitadas en especial por seres de ficción y centro de un rito de cavernas. A un lado paralelo, en el subvientre de la ciudad, se extienden las misteriosas cloacas, casi paradisíacas para los precursores del underground. Inmensos roedores, aguas pútridas, canales y túneles mohosos sirven de escenario a las aventuras más escabrosas: seres olvidados de piel mortecina, mendigos sabios, evadidos de prisión y una red de funestos empleados viajan en pequeñas embarcaciones sobre las aguas negras.
Desde arriba, los expertos lanzan enormes bolas de un material desconocido, encargadas de romper los posibles escollos y dejar la vía libre a la fluidez del líquido. Es posible imaginar el estruendo de la enorme esfera al lograr su máxima velocidad, la devastación que deja a su paso antes de ser capturada de nuevo en otro rincón de la ciudad. En ese intrincado mundo todo es posible, desde el amor hasta la muerte, desde la cofradía hasta el anacoretismo. Algún ser de ultratumba habrá escogido allí un rincón para huir de la hormigueante civilización desplegada sobre el viejo lecho del Sena; amigo ya de las enormes alimañas roedoras descendientes de las que poblaron el mercado de Les Halles, dialogará con ellas y compartirá su soledad, la voz que en ecos se distribuye por los salones de ese mundo paralelo, el chillido amenazante de aquellos bichos de pelambre mojado.
Escenarios perfectos para una novela maldita o para una historieta con héroes del averno, las catacumbas y las cloacas (albañales, sumideros, alcantarillas, según los diccionarios) pertenecen a la más fina aristocracia de la ciudad, y su arqueología e historia podrían desencadenar torvos pensamientos: allí se concentraría la red de cofrades rebeldes ante el “progreso” de la superficie; en la no-ciudad subterránea se podría desarrollar el engranaje, la maquinaria de un improbable falansterio. De las catacumbas y gigantescas cloacas saldrían los encargados de repoblar una superficie agotada por la guerra.
El metro centenario es un caso aparte. De entre miles de millones de viajeros podría sacarse material para un museo internacional de gestos y soledades: miradas perdidas de viudas, huérfanos, mujeres abandonadas, reos recién liberados, exiliados, enamorados al borde de la desesperación, solitarios desquiciados por la falta de un cuerpo, militares recién degradados, jóvenes ambiciosos de provincia, aventureros de exóticos países conradianos. Incluso los ciegos saben que allí adentro la mirada es la reina, sea esta huidiza, directa, demencial, vidriosa, lagrimeante, mansa, agresiva. Timbres, sirenas, pasos, carreras, olores, sudores, portafolios, zapatos lustrados, abrigos de un mercado de pulgas, hombres negros, amarillos, blancos, pigmeos, incas, bolsas, monedas, camafeos, prendedores, diademas, aretes de oro con esmeraldas, suciedad, labios pintados de vamps, la risa de un malevo: el metro haría las delicias de un amante de los catálogos.
Walter Benjamin — el melancólico cofrade del exilio que con Roth, Tsvetáieva o Beckett hace parte de la galería interminable de extranjeros habitantes de París — se refiere en su texto “París, capital del siglo XIX” a la formación de otro curioso laberinto de mercancías en la superficie citadina. Al hablar de los almacenes de novedades, predecesores de las grandes tiendas, se refiere a la genealogía del rostro posterior de la ciudad. Con el auge de los textiles, la construcción férrea o de vidrio se desarrolla y llega a su apogeo a mediados de ese siglo XIX. El almacén, la tienda, el pasaje, la galería, constituirá en cierta forma la esencia de la ciudad moderna visitada por los consumidores.
Y ahora hablemos del bistró, rey absoluto de París, vendedor de las más exquisitas mercancías: el alcohol y el café, sin los cuales muchos se atreverían a decir que el esplendor de París no hubiera sido posible. En todas partes existen, pero solo allí cumplen verdadera función. En cada cuadra hay varios de estos receptáculos, con una clientela propia, familiar, respetuosa de los horarios. Patrones alcohólicos de nariz rojiza, dominados por la imponente patrona que observa con cuidado los movimientos de la bulliciosa clientela mientras extrae cerveza o prepara el express, del obrero uniformado que sale del taller y llega a su bistrot o de la asténica pianista cortazariana que bebe y escucha su pasado en la barra del café..
El bistró de París, el gran Rey, el soberano del laberinto, es para el errante inteligente tan sorpresivo como un poblado de la Amazonia donde aborígenes mascan hojas y comen gusanos mojojoy a la luz del crepúsculo. Por tal razón, Rayuela de Julio Cortázar es la biblia de una generación latinoamericana que buscaba desde los años sesenta al París imaginario de los surrealistas y quedó seducida “lo exótico” de sus calles.
Resta subir a las buhardillas, el otro tejido clave de la ciudad, tan importante como las galerías y los pasajes de Benjamin. Es una ciudad sobre la ciudad, llena de gritos, recuerdos, felicidad y sexo. Construidas inicialmente para la servidumbre, se convirtieron en el habitáculo de estudiantes, extranjeros, perdidos, jóvenes pintores, músicos ambiciosos, pornópatas y cazadores de palomas. Todo eso verán y explorarán los visitantes lectores durante los Juegos Olímpicos. Túneles, concavidades, escaleras de caracol, tapices rodantes, calles empedradas, pasajes, mercados de pulgas, bistrós, grandes almacenes, aceras, parques, iglesias, ruinas, presentes siempre a la vuelta de la esquina.