Siempre hay una atmósfera de eternidad en Roma, la ciudad a la que el gran poeta francés Joachim du Bellay dedicó un largo poema de 35 partes donde celebra los misterios de su antiquísima existencia, palpable en las ruinas que maravillaron desde hace siglos a los viajeros que la visitaron desde los tiempos bíblicos, como ese trotamundos de Paulo de Tarso o los principales autores del romanticismo, el alemán Goethe, el francés Chateaubriand y el británico Lord Byron y por supuesto el héroe latinoamericano por excelencia, Simón Bolívar, que inspiró a su vez a varias generaciones de románticos.
Podría decirse que Roma era la Nueva York del universo conocido en ese entonces para los contemporáneos del Imperio, quienes al llegar desde territorios lejanos no podían creer lo que veían, como ese magno Mausoleo de Augusto, o las construcciones de Adriano o Nerón, cuyas ruinas aun perviven junto al río Tíber y desde donde se veía el trazado de la urbe con su intrincado laberinto de callejuelas y edificios de varios pisos, mercados, plazas, foros, escuelas, coliseos, estadios, templos, comercios, baños termales, puentes, acueductos, construidos todos con pericia por arquitectos que impusieron su estilo y talento en todas las provincias y capitales.
Esos mismos constructores trazaron cientos de miles de kilómetros de carreteras empedradas que llegaron a los confines más lejanos del Imperio, así como murallas, faros y torres vigías desde donde vigilaban la seguridad de los territorios. Los rastros de esas construcciones perviven como ruinas en toda la extensión de aquella gran aventura inolvidable que nos recuerda que nada nuevo hay bajo el sol.
Pero en Roma la magnitud de ese poder llegó a niveles insospechados que el transeúnte actual de la ciudad ve en las murallas ocres esparcidas entre la urbe moderna y en las columnatas, obeliscos y edificaciones de ladrillo que aun siguen en pie venciendo tiempo, catástrofes, guerras, preparados para vivir futuros milenios. Joachim du Bellay (1522-1560) dedica ese largo poemario al rey para recordarle la grandeza de aquel pueblo y recomendarle se inspire en esa obra para dejar huellas. El poemario de este gran bardo francés renacentista es en cierta forma la versión escrita de los grandes monumentos y un monumento en sí mismo. Porque la literatura, la poesía, el ensayo, pueden convertirse en monumentos inmateriales.
He llegado a la Plaza del Pueblo y en medio de esa atmósfera vegetal y una caída del sol crepuscular color fucsia y naranja que dio paso más tarde a la emergencia de la luna llena, acompañada por un brillante lucero planetario, he girado hacia el Mausoleo de Augusto, en cuyo entorno desde hace más de un siglo se realizan trabajos para destacarlo como uno de los centros ceremoniales mas impresionantes de la ciudad.
En pancartas alusivas a las obras se muestran los diferentes trabajos realizados a lo largo del siglo XX y se ve una foto donde Mussolini, con pica y pala, contribuye a la demolición del barrio que se había incrustado alrededor del monumento a través de los tiempos. En breve, cuando terminen los trabajos, el Mausoleo donde están enterradas las cenizas de muchos emperadores, quedará despejado como en sus viejos tiempos.
A un lado, en una vieja iglesia que hace parte del proyecto urbano en torno al Mausoleo de Augusto, una misa solemne pronunciada por varios sacerdotes en medio de magníficos cánticos, nos recuerda que no estamos lejos del Vaticano y del papa Francisco, y que esta ciudad ha sido centro de los más grandes rituales del ya antiguo cristianismo milenario. Más adelante llego por fin de nuevo al río Tiber y cruzo el puente hacia el barrio Tratévere, agitado este jueves por la alegría de un puente vacacional, el avance raudo de diciembre y la celebración de la fiesta de la Befana encabezada por esa pequeña brujilla que trae los regalos.
Cada vez que vengo a Roma pienso en esos viajeros gloriosos o anónimos que han sentido la misma atmósfera y percibido los cipreses y los pinos y la naturaleza peculiar que son bañados por los aires del Mediterráneo, entornos y paisajes que atrajeron en su tiempo a los primeros pobladores y que a través de los milenios sigue haciendo de este lugar el reino de una Dolce Vita imaginaria a veces rota por las guerras, los incendios neronianos, los magnicidios y las sombras oscuras de la peste. Cómo no pensar en el gran cine italiano de la posguerra, en Vitorio de Sica, Michelangelo Antonioni, Roberto Rossellini, Federico Fellini, en el gran Pier Paolo Pasolini y las divas de siempre Monica Viti, Gina Lollobrigida, Ana Magnani, Sofía Loren, Claudia Cardinale y Ornella Muti. Como no pensar en Leopardi, Garibaldi, Gabrielle D’Annunzio, Alberto Moravia, y los poetas Cesare Pavese, Giussepe Ungaretti y Mario Luzi. En Roma se respira arte, poesía y literatura y la sombra de Miguel Angel o Leonardo da Vinci salen a nuestro paso mientras flota en el aire el aroma inconfundible del café.