Uno de los fenómenos que más se han acelerado en este primer cuarto del siglo XXI es el desatado flujo migratorio, que afecta todos los rincones del planeta cuando aumenta exponencialmente la población mundial y se incrementan los conflictos de toda índole que los gobiernos parecen incapaces de controlar.
Millones de personas del sur global huyen de sus terruños empobrecidos y sumidos en la violencia y arriesgan sus vidas para llegar a las naciones ricas del norte, donde se supone encontrarán trabajo, seguridad social y una mejor vida, tal y como se promociona en los medios, la música popular y las redes sociales.
Los asiáticos huyen de los conflictos étnicos que afectan sus países como en Birmania o Bangladés, del sureste asiático huyen de Afganistán o Pakistán, como en otro tiempo huyeron de Camboya, Vietnam y Laos y así sucesivamente todas las regiones se ven afectadas por un efecto dominó que incluye genocidios, guerras religiosas, yihadismo y hambrunas africanas, o la pobreza y la violencia narcotraficante que gangrena norte, centro, sur y Caribe latinoamericanos.
La primera causa de ese éxodo generalizado son las guerras cíclicas que obligan a la mayoría de la población a huir de los bombardeos y la muerte segura, como en Irak, Afganistán, Líbano o Siria, países devastados y arrasados por guerras atroces, a lo que se agrega ahora el éxodo ucraniano, que se instaló en masa en Europa.
Hace apenas unos años se apiñaban en las fronteras del este millones de migrantes que huían de Asia y Oriente Medio hacia Europa y morían en arriesgadas travesías por mar, o quedaban atrapados en campamentos en países intermedios, hacinados, enfermos y rodeados por extremas medidas de seguridad destinadas a disuadirlos de seguir el viaje.
En la última década el flujo dramático proviene de África y se cuentan ya por decenas de miles los migrantes muertos al naufragar sus precarias embarcaciones en el Mediterráneo, frustrando su intento de tocar playas griegas, españolas o italianas. Los que sobreviven y se cuelan por las porosas fronteras siguen el camino hacia el norte, desde donde intentan cruzar el canal de la Mancha hacia el Reino Unido o las costas belgas, de los Países Bajos o Dinamarca, donde se quedan o tratan de llegar a El Dorado de Suecia o Noruega. Fui testigo de ese lento proceso cuando en la década pasada en la estación de trenes de la rica ciudad alemana de Múnich, ya de por sí atestada de migrantes turcos y griegos, veía el flujo permanente de asiáticos y mediorientales que llegaban desorientados por miles y eran recibidos por asociaciones caritativas. Se veían muchas madres solas con hijos menores que habían logrado superar los filtros fronterizos y eran solo la ínfima parte del éxodo que ya se apeñuscaba en Turquía, Grecia, Austria, los países balcánicos o del este europeo, como Hungría, Rumania, Bulgaria, Polonia y República Checa.
El fenómeno llegó a tales niveles, que la canciller alemana Álvaro qngela Merkel ordenó recibir a casi dos millones de inmigrantes, por lo que en ciudades, suburbios y pueblos se veía como proliferaban las instalaciones plásticas tecnificadas donde se alojaban esas personas.
Fue una decisión estratégica, pues la natalidad alemana se había desplomado a tales niveles que se ponía en riesgo el futuro del país. Muchos de esos migrantes jóvenes del sur son de clase media que vienen educados y formados en diversos oficios e incluso ostentan títulos universitarios. Todos esos jóvenes obtuvieron empleo rápido en hospitales, fábricas, obras públicas o restaurantes y comercios, impulsando de paso la economía. La mayoría de esas personas vienen sedientas de vivir en paz y ponerse a trabajar de inmediato, lo que el gobierno entendió y es un hecho palpable, pues la industria, el agro y todas las actividades fueron irrigadas por esa nueva fuerza laboral. Casi todos los países europeos desde Noruega, Suecia y Dinamarca hasta los del este y el centro han experimentado radicales cambios sociológicos visibles en el creciente mestizaje palpable en escuelas, parques y calles.
En París es tangible la filtración permanente de migrantes de todas la nacionalidades que llenan plazas, bulevares y suburbios capitalinos hasta que son trasladados en operativos especiales y distribuidos en ciudades y pueblos del interior, en medio de las protestas de la población, que adhiere a los partidos xenófobos de extrema derecha, lo que es la tendencia generalizada en el continente y se verá reflejada en las próximas elecciones europeas de junio.
Como toda la población mundial está ahora conectada a través de los teléfonos celulares, las pantallas se han convertido en un imán que llena de sueños a la juventud dopada por las imágenes irreales del primer mundo agenciadas por la publicidad de las marcas de lujo y la música popular del rap y el reggeaton, influida por el arribismo y la codicia de la ideología narcotraficante y mafiosa.
En el siglo XX este fenómeno fue visible en países como Estados Unidos, Brasil y Argentina, que recibieron oleadas de inmigrantes europeos que huían de la miseria o las guerras y venían de Oriente Medio, China, los balcanes, Italia, Francia o España. Pero en ese entonces no había televisión ni internet ni redes sociales y las noticias circulaban a través de los tangos, las cartas o los cinematógrafos.