El jueves 9 de enero ingresará a la Academia Francesa el escritor peruano Mario Vargas Llosa (1936), quien ocupará el sillón número 18 que correspondía al filósofo Michel Serres (1930-2019), personaje que después de una larga carrera académica en Estados Unidos estuvo hasta el último suspiro agitando las ideas y divulgándolas al público a través de programas radiales y televisivos muy escuchados.
Es la primera vez que es elegido por sus pares un académico que no escribe en la lengua de Montaigne y Chateaubriand, pero que toda la vida ha expresado su gusto y admiración por la literatura francesa, especialmente por el novelista Gustave Flaubert, autor de la novela Madame Bovary. En otras ocasiones han ingresado a la Academia extranjeros, pero en esos casos se trató de autores que adoptaron el francés y escribieron sus obras en esta lengua obteniendo con el tiempo reconocimiento, como los escritores chino François Cheng, ruso Andrei Makine y agentino Héctor Bianciotti.
Vargas LLosa saltó a la fama desde muy temprano con sus primeras novelas La ciudad y los perros, La Casa Verde y Pantaleón y las visitadoras, entre otras muchas que fueron saliendo año tras año y se convirtió al lado del colombiano Gabriel García Márquez en uno de los pilares del boom latinoamericano. Además, como escritor aplicado y juicioso que ha vivido lejos de la bohemia y el caos vital que afecta a muchos de los escribidores del mundo, Vargas Llosa ha sido también un brillante académico que se doctoró con una enorme tesis dedicada a la obra de Gabriel García Márquez, publicada después con el título de Historia de un deicidio y ha escrito libros importantes como La orgía perpetua, donde aborda la obra de Flaubert.
Desde joven el peruano afirmaba que para él la escritura es como un trabajo burocrático de oficinista y que por ello se acuesta temprano y se despierta al alba para escribir durante estrictos horarios novelas, ensayos artículos, crónicas, reportajes u obras teatrales. Por eso ahora el Nobel es recibido con beneplácito por una Academia agonizante llena de intrigas y secretos, que se adorna con su ingreso aunque no escriba en francés.
Hay personas dotadas de talentos especiales que logran escribir en lenguas que no son las maternas, como ocurrió con el polaco Joseph Conrad o el ruso Vladimir Nabokov, quienes adoptaron el inglés y obtuvieron éxitos fenomenales con sus obras novelísticas. En otros casos la adopción de una lengua no materna exige del escritor un esfuerzo titánico de revisión para no caer en las trampas y los gazapos. Alguien puede haber vivido toda la vida hablando y leyendo en una lengua no materna, pero aunque crea controlarla, siempre cometerá errores y será traicionado por la memoria.
Escribir poesía, novelas, ensayos u obras de largo aliento, exige haber comenzado a vivir la lengua desde el seno materno, aprenderla día a día en la infancia escuchando a los progenitores y tíos que nombran por primera vez las cosas, conversando con hermanos, familiares y cultivarla en las arduas jornadas de educación primaria y secundaria, cuando el cerebro es receptivo a esos ritmos y músicas inolvidables que permenecerán vivos para siempre en el veloz juego de las neuronas.
Aun así, escribir en la propia lengua materna adquirida como una huella digital es una tarea compleja y hasta el más talentoso escritor puede ser muchas veces traicionado sin saberlo y sin quererlo, de allí la necesaria y dura tarea de corregir y revisar los textos muchas veces, dejarlos descansar en las gavetas y recuperarlos después para encontrar el tono definitivo o la excelencia máxima posible antes de la publicación.
Hay lenguas muy pragmáticas como la inglesa, o complejas como la alemana y la española, pero la francesa es sin duda una de las más alambicadas entre las occidentales, porque tiene reglas arbitrarias que deben saberse de memoria a través de la práctica, porque se han acumulado en siglos de uso sostenido en cortes, academias, plazas, tabernas, campos, villorrios, puertos o barriadas citadinas.
No entramos a considerar aquí lo que significaría para un occidental la utopía de llegar un día a aprender y luego escribir en idiomas como árabe, japonés o chino. De ahí que todo aquel escritor que salta de su idioma a otro se puede considerar como kamikaze, mártir o héroe. No es el caso del peruano, quien siempre ha ejercido en el ámbito de su amada lengua castellana.
Al ingresar a la Academia Francesa, creada por el cardenal Richelieu en 1635, Vargas Llosa cumple a los 87 años otro sueño literario más, ya insinuado antes al ser publicado en vida en la prestigiosa colección La Pléiade de la editorial Gallimard, donde aparecen con carácter póstumo las obras de los grandes clásicos franceses y extranjeros.
Pocos autores han logrado en vida tantas satisfacciones por su obra. Después de recibir múltiples grados honoris causa, ser traducido a muchas lenguas y obtenido los premios Cervantes y Nobel, al llegar a la añeja Academia Francesa llena de polillas se convierte en un caso de excepción que confirma la regla. Ni Molière ni Balzac ni Baudelaire ni Rimbaud ni Sartre accedieron con espada y uniforme a la vieja institución situada a orillas del Sena, remanencia gerontocrática del Antiguo Régimen.