En los últimos días han pasado varias cosas que me reafirman la necesidad de hablar acerca de tener conversaciones incómodas cuando se amerite. El chip de no incomodar está en las culturas conservadoras, como la manizaleña, porque es mejor no indisponer, no dañar las relaciones, porque somos extremadamente decentes, educados, y por otro montón de calificativos que rayan con la bobada. No soporto el exceso de diplomacia, y sí, no soy políticamente correcta. No puedo.
Si algo le saqué a mi tía Bico, quien cuidó de mí en mi primera infancia, fue la franqueza. De ella aprendí la importancia de la sinceridad y de no tragar entero. No tengo pelos en la lengua y pienso que calladitos no nos vemos más bonitos. ¡Qué libertad poder decir las cosas como son, pero por supuesto, con mucho respeto!
Quienes me conocen saben que no puedo quedarme con piedras que me tallen el zapato. Y aplica para todos los contextos de mi vida, incluyendo los laborales. Quizás de los más difíciles de afrontar, por miedo a perder el empleo, al rechazo de los jefes, etc. Los míos saben que por fortuna siempre he tenido la capacidad de manifestar mis dolores, y mis puntos de vista contrarios, así no gocen de aceptación.
Una de las cosas que detonó esta columna fue un episodio de acoso que sufrí días atrás, a manos de un personaje ebrio, conocido mío por temas laborales. Me sentí absolutamente vulnerada, e inexplicablemente, con todas las canas que tengo, me paralicé, fue un rato muy desagradable, pero por fortuna encontré en el mismo espacio unos ángeles salvadores. Particularmente, una mujer que acababa de conocer, y que al darse cuenta del acoso evidente, buscó la manera de protegerme. Reconforta saber que como sociedad ya leemos las alarmas y actuamos ante estos casos.
Mi sensación de impotencia y rabia al otro día estaba a tope, así que me dije, con esto no me quedo. Decidí tener una incómoda conversación con el personaje en cuestión, no faltó quien me dijera, “no se desgaste, estaba borracho”. Pero mi sentimiento fue más fuerte que eso, porque además sin saber si le fuera a importar o no, era una conversación que tenía que dar por mí, y por otras mujeres, porque terminé viéndolo como una pedagogía necesaria para un hombre que también fue criado en una cultura patriarcal, y que con mucha vergüenza, pues no se esperaba mi llamada, hizo su acto de contrición, y reconoció que no le gustaría que lo que me hizo a mí, se lo hicieran a su hija. Así que fue una conversación con un final feliz, y al parecer, con lecciones aprendidas.
Sin duda la base de la solución de conflictos es el diálogo, en todos los contextos: laborales, organizacionales, familiares, de pareja, personales y con uno mismo. No hay que temer a decir las cosas como son, como dirían las abuelas: “al pan pan y al vino vino”. Pero lastimosamente mucha gente prefiere tragar entero, o que no le digan la verdad, porque la sociedad del mutuo elogio es más reconfortante.
Guillermo Orlando Sierra, exrector de la Universidad de Manizales, dice que hay que tomar tinto con la gente. Y yo le sumo, que hay que tener conversaciones controversiales, maduras y racionales; cuando se necesiten y con el que sea. Como dice Piero en ‘Soy pan, Soy más’: “Hay que sacarlo todo afuera, como la primavera, nadie quiere que adentro algo se muera, hablar mirándose a los ojos, sacar lo que se puede afuera, para que adentro nazcan cosas nuevas…”.