Delirante Messi. Capaz de llevar en sus hombros el peso del desprestigiado mundial de Catar, donde fue el mejor, el goleador, para reafirmar sus inigualables registros históricos.
De conducir a remolque hasta el título, a un apasionado, comprometido, compacto y disciplinado equipo, ante el rugido de su desbordada hinchada.
Once fieras, hambrientas.
Messi por su talento único, porque marcó abismales diferencias con los demás, por sus regates creativos, los pases finos, las conexiones imposibles, los quiebres de cintura y sus goles a los ángulos.
Por dominar, en las canchas, el paso del tiempo, por su disciplina de personaje ejemplar, con rechazo a los escándalos.
Por demostrar que el futbol es espectáculo, a pesar de los ataques inescrupulosos del negocio.
Por sufrir, llorar y celebrar y, a pesar de ser excepcional, no creerse un dios.
Por caminar para pensar y correr para jugar.
Por saber desligarse de la vieja y perniciosa polémica, fabricada por los medios, que lo enfrentó a Maradona, en tarea comparativa con desprecio.
De todo se dijo para, a menudo, ridiculizarlo: Pecho frío, autista, porque miraba al piso, hablaba poco o sonreía con timidez.
Messi porque reivindico el “10” funcional, con perímetro amplio en su acción, tan desacreditado por entrenadores sin argumentos futbolísticos, resultadistas, paloteadores y demagogos.
Por liderar a sus compañeros secundarios en los imprevistos. Por hacer útil la posesión del balón.
Por ser la alegría del futbol.
Por dominar, en las canchas, el paso del tiempo, por su disciplina de personaje ejemplar, con rechazo a los escándalos.
Por demostrar que el futbol es espectáculo, a pesar de los ataques inescrupulosos del negocio.
Por sufrir, llorar y celebrar y, a pesar de ser excepcional, no creerse un dios.