Mucho fútbol hay en mi memoria. Miles de goles vieron mis ojos. Con ellos, un afirmado culto a la gambeta con sus esencias, como parte de mi gusto romántico por el buen juego. Tan extraño hoy en día.
Por eso mi respeto por Caín, con su nombre de pila en segundo plano, fallecido esta semana, un futbolista sinigual, emblema de la ciudad, histórico personaje, archivo andante del Once Caldas y tertuliano incomparable.
Con énfasis en cada letra, un crack.
Bailaba con el balón, con deliciosos toques. Toques maestros. Hacía con él, uno y mil trucos. Lo pisaba, amagaba, engañaba y travieso se burlaba, respaldado por su habilidad.
Una leyenda, como malabarista, en canchas populares, en potreros, en estadios, lo acariciaba, se divertía y nos divertía. La historia lo respalda.
No fue futbolista despistado, rebelde, mujeriego dominado por los placeres y la noche. Más bien, un incomprendido. Melba, su esposa, lo sabe.
Tuvo breves incursiones en el fútbol profesional, donde solo expuso su repertorio a cuenta gotas. Lo dominaron la embriaguez de sus fintas y los derroches llenos de tecnicismo. Entendió el juego individual por encima del colectivo.
Lo afectó la lenta extinción, desde la época, de la habilidad extrema, envilecida por el único propósito del resultado. Cuando el fútbol transforma su esencia del placer a las obligaciones. Ese no era su fútbol, el suyo era el de talento y alegría, el de la osadía juvenil.
Saben, quienes lo vieron, que no hay hipérboles injustificadas en esta sentida nota necrológica ante su partida.
Caín fue la fiesta con la pelota en sus pies. Una alta expresión del fútbol hecho arte.
Con el paso de los años en su finca Lindaraja, bucólico paraje en las goteras de la ciudad, convirtió sus habitaciones en un santuario-museo, evocando las mejores épocas del Once Caldas, con charlas interminables que lo tenían como eje por sus conocimientos y el poder de su memoria. Parte de ese archivo lo disfrutan los hinchas del club, en el estadio.
Caín, empresario, conversador, poeta, futbolista, padre y amigo, fue al estadio hasta cuando su salud lo permitió, a ver al Once Caldas, sin el resentimiento de quien fue y ya no lo era.
Una vida llena de historias para compartir.
Recuerdo el homenaje en su casa, tres días antes del atentado, al profesor Luis Fernando Montoya con la asistencia de 20 de sus mejores amigos... hace 20 años. Fue una noche indescriptible. Me precio de haber asistido.
Paz en la tumba de un amigo, de un personaje, de un futbolero con el alma. De un calidoso jugador, entre los mejores que han nacido en Manizales, un entrañable seguidor del Once Caldas.