Se dice hace mucho tiempo que este país no es viable mientras los intereses personales estén por encima de los colectivos; el bienestar personal sea prioridad que deje relegado al general; el orden institucional esté deslegitimizado por todos aquellos que quieren obtener beneficios para sectores muy reducidos de la población, como si solo a ese grupo le pertenecieran todas las posibilidades, para tener un mañana prometedor, con prosperidad, alejado de todas las crudas realidades que vivimos.
La prioridad ahora, es la de repensar: ¿En qué país vivimos? ¿Qué clase de sociedad tenemos? ¿Somos solidarios con nuestros compatriotas? ¿Nos interesa la problemática de los que nos rodean? ¿Trabajamos para construir un mundo mejor para todos, o solo para unos pocos? ¿Lo hacemos con codicia, selectividad e injusticia, olvidando la sociedad de la cual hacemos parte, sin que eso nos importe mucho?
No podemos seguir creyendo que se construye el futuro o que tendremos un mejor porvenir, si no iniciamos un cambio en lo personal y en lo social, que involucre a todos los sectores que viven en nuestra geografía, las personas, los conglomerados y las etnias, razas y poderes, para tener la oportunidad de pensar en la utopía realizable de una Colombia mejor, más amable, menos violenta, más incluyente, menos estigmatizadora, mucho más equilibrada y decente; un país mucho más justo y equitativo, infinitamente más generoso y amplio; una nación más preocupada por el bien común que ni discrimine, ni excluya, ni estigmatice o señale; que deje de ser arribista, interesada, desigual y tolerante con las injusticias que vivimos en nuestro cotidiano.
Esa Colombia es posible solo en la medida en la que todos y cada uno de los que hacemos parte de este país, nos comprometamos a ver y vivir la realidad de un mundo que cambia día a día, que no tolera más injusticias sociales, que no permite más discriminaciones por motivos distintos a esos en los que no podemos intervenir, ni cambiar a conveniencia, dictados por los azares de la naturaleza y la vida.
Tenemos que entender que los cambios incluyentes son aquellos que podemos darle los humanos a la vida, con nuestro manejo y actitud; esos que no están relacionados con la raza, ni con el poder económico, ni con las preferencia políticas, ni con la oportunidad de una educación excluyente que hemos tenido en un país que siempre ha sido desigual, insondablemente injusto, profundamente arribista, admirador de los privilegios de los poderosos, esclavo de todas las injusticias a las que estamos sometidos o que vemos cometer, sin que nos atrevamos a decir o a hacer algo. No hacemos nada, sólo porque estamos encadenados a unos yugos de poder y de violencia, que superan todos los límites de una sociedad decente, que están por encima de la preocupación por los otros, si, de todos los demás, haciendo que sea una prioridad real de vida y no un caso eventual que se hace por “caridad” o conveniencia.
En Colombia estamos hartos, completamente desilusionados, con la esperanza aparentemente perdida de tener un país decente y justo, en el que las personas de todos los niveles tengan su dignidad reconocida, sean los que reciban los beneficios de un manejo adecuado del Estado y sus diferentes instituciones; de la relaciones proactivas de una sociedad que sienta vergüenza de lo que pasa en nuestro acontecer, en nuestra realidad, sin que eso produzca una oleada de indignación, que esté dispuesta a luchar por los derechos que tenemos todos, sin exclusiones, sabiendo que una sociedad justa y en paz solo puede ser construida sobre las bases sólidas de la justicia social y de la inclusión.
Tenemos que acabar con todos los que de una u otra manera, hacen de este país un “platanal”, en el que la vida vale nada y la muerte vale menos. Debemos acabar con los poderes que se edifican con el auspicio de matones, de asesinos y de tramposos, de vivos y oportunistas, de desvergonzados y excluyentes, de personas carentes por completo del sentido de la solidaridad, que ni conocen, ni les interesa conocer lo que significa justicia social.
Comenzamos a hacerlo ya, o seguiremos estando destinados a distorsionar nuestro himno nacional, escribiéndolo así: “en surcos de dolores, el bien no germina ya”. “Del Orinoco el cauce, se colma de despojos; de sangre y llanto y un rio se colma de despojos, se mira allí correr. En Bárbula no saben las almas ni los ojos, si admiración o espanto, sentir o padecer”.
No podemos esperar más. Es ahora, oes nunca.