Las marchas se hicieron una costumbre en Colombia. Se marcha por todo y por nada; marchan los “indignados” de hoy, esos que ayer decían “yo no marcho yo trabajo”. Parece que se les olvidó que hay que trabajar y entonces marchar se vuelve la manifestación de su inconformidad y su repudio, con un gobierno con el que no están de acuerdo, con el que tienen inmensas diferencias en lo político, lo social, en el concepto de justicia y en el principio elemental consagrado en la Constitución nacional, que dice que todos los colombianos somos iguales, sin diferencias clase alguna
Las marchas de antes fueron el resultado del descontento de la población con el manejo que le estaban dando al país, la forma en que se robaban los recursos públicos, con la impunidad absoluta de los grandes farsantes que tenemos dirigiendo los destinos de esta nación; eran estigmatizadas por los gobiernos de turno como si se tratara de delincuentes que no tenían el derecho a la protesta, se les negaba la oportunidad de manifestarse contra una política abiertamente inequitativa e injusta. Esas marchas se convirtieron en violentas por los infiltrados que enmascarados, se hacían pasar por gente pacífica, pero que con sus actos de violencia producían desorden, desolación y muerte.
No fueron pocas las acciones vandálicas con las que destruyeron lo que pertenecía a otros o a todos, esos que perdieron sus derechos, su libertad y no pocas veces su vida, por la acción de los infiltrados armados, ayudados por unas fuerzas oscuras que teníamos en el país, dentro del estamento gubernamental, a las cuales no les importaba cuantos heridos o muertos dejarán en el camino. Las marchas y manifestaciones eran estigmatizadas por casi todos los medios de comunicación, por el Estado y sus fuerzas de represión, con las que lograron convertir una manifestación ciudadana, en una verdadera estampida, en la que poco importaba la vida de los otros, su integridad, su derecho a marchar pacíficamente.
Han tratado por todos los medios, legales e ilegales, de crear una debacle institucional que tiene repercusiones en el acontecer, al que pertenece esa gran mayoría de desposeídos, desempleados o trabajadores informales, pobres de solemnidad, estudiantes y ciudadanos del común, que no tienen otro interés que el de vivir tranquilos, sin opulencia, pero sin hambre.
Esperaban conseguirlo sin que les importaran las consecuencias de sus actos desaforadamente violentos, con el apoyo de esa institucionalidad que teníamos entonces, para terminar de destruir la endeble democracia de la que nos ufanamos con vanagloria; una democracia débil, manipulable, al servicio de intereses de clanes, que utilizan a los trabajadores y asalariados, a los desempleados, a los campesinos que con ingenuidad caen en sus trampas, aprovechando que en su gran mayoría son ignorantes, porque el Estado nunca se había preocupado por ofrecerles oportunidades de educación y trabajo con dignidad, bien remunerados, sin perder todo el esfuerzo del día a día, con tratados de libre comercio, que hacen que sus productos, terminen valiendo poco, asumiendo costos altísimos, para mantenerse alejados de los centros urbanos, arriesgando perder sus tierras, sus pertenencias y su vida, con la acción de los grupos que no representan ideología de cambio, pero que disfrazados de revolucionarios, causan desolación, desplazamiento o acaban con la vida de los que están sometidos al infortunio del olvido.
“Yo no marcho yo trabajo”, repetían con cinismo total, sin imaginar que un día como hoy, estarían marchando para acabar con la institucionalidad, impedir la posibilidad de gobernar, alterar la vida de los que a diario sufren las consecuencias de un país en el que era poco importante la desigualdad, la injusticia, la falta de valores y la más descarada e impune de las acciones de la discriminación social y económica que vive un país subdesarrollado, manejado por políticos sin escrúpulos, interesados solamente en su enriquecimiento personal, el de sus allegados, acompañados por una jauría de manipuladores de la información, que tergiversan la realidad y la presentan como ellos quieren, para poder justificar todo lo que se produce cuando hay injusticia y no importan los demás.
Sólo el día en que tengamos una Colombia decente, incluyente, preocupada por los desfavorecidos, podremos pensar en la utopía de una vida mejor, sin violencia, sin manipulaciones, con justicia social, con igualdad de derechos para diferentes, porque es imposible la idea de qué seamos iguales. Lo que no podemos permitir es que seamos más injustos, que no nos importen los que están en condiciones infrahumanas, en pobreza absoluta, sin posibilidades de educación, trabajo, vivienda, salud y dignidad.
Algún día se hará una marcha, en la que la gente lo haga, para defender la dignidad de todo un país.