El mundo entero vive una situación de incertidumbre y polarización. Nos debatimos entre extremos que causan confusión y caos. La violencia está desbordada, a todos los niveles y en todas partes. En lo local, lo departamental, lo nacional y lo internacional. Proliferan las bandas criminales y los grupos de inescrupulosos que hicieron del atraco y la violencia un estilo de vida con el que aterrorizan a la gente, la hieren o la matan, sin que les produzca algún problema de conciencia. No pueden sentir eso porque carecen de ella y no tienen dignidad, les gusta la vida “ganada” con el miedo, sin que hasta ahora la ciudadanía tome la determinación de enfrentarlos decididamente, impidiendo su actuar indiscriminado, casi siempre impune.
Agregado a ese comportamiento de la delincuencia común y de los grupos formados para ejecutarla, nos enfrentamos a la violencia de los que se autodenominan insurrectos, con siglas de movimientos terroristas que solo producen terror, pero no reivindican ideología alguna, porque no la tienen, y convirtieron su actividad criminal en un negocio devastador que produce desplazamientos forzados, muertes de ciudadanos inocentes, sin que esas acciones representen algo en sus mentes retorcidas y su absoluta falta de conciencia humana.
Tenemos además la delincuencia de “cuello blanco”, hipócritamente disimulada en empresas constituidas para hacerse a dineros públicos, manipular la contratación y robar sin recato alguno con obras que no hacen o dejan incompletas para poder hacerse a fortunas ilegales ante las cuales los entes de control han sido permisivos, olvidadizos, y tolerantes; cuando no terminan en la impunidad de la que gozan esos malos componentes de la sociedad, que sin sentir vergüenza representan parte de lo peor que tenemos como sociedad.
Como si eso no fuese suficiente, ahora asistimos a la guerra despiadada y cruel entre el grupo Hamás y el Estado israelí. Una alegoría a la violencia más cruel e infame que pueda existir con un grupo que bombardea una población y deja destrucción, muertos y heridos, sin que les importe, en una supuesta alegoría a la independencia, responder con tanta violencia como la que originó el problema. Donde el objetivo es arrasar una población completa sin que importen, para ninguno de los bandos enfrentados, los derechos humanos, los principios de convivencia pacífica o las reglas de convivencia civilizadas que hoy están alteradas, cuando debían ser objeto del mayor respeto por todos los actores involucrados en el acontecimiento. No hay muertos buenos y muertos malos. Una sociedad que se enfrasca en guerras depredadoras y crueles, es una realidad que vivimos aterrados del acontecer, y al cual, para infortunio de la humanidad, se unen las fuerzas de ataque y muerte de los gobiernos amigos de los dos contrincantes.
Es como si cientos de años de violencia no les hubieran dejado más recursos que aumentarla, para demostrar sus poderosos sistemas de ataque y defensa, sus sofisticados poderes armamentistas que solo dejan desolación por todos lados, sin que la dignidad humana, el valor de la vida valgan nada para ellos. Tenemos que llegar algún día, y no muy lejano, a una situación mundial donde el imperio de la paz sea mucho más respetado que el poderío de la destrucción y de la muerte que se ejecuta con guerras insensatas y crueles entre vecinos que han convertido el terror en una forma de vida cotidiana.
Esto, por supuesto, tiene que extrapolarse a la violencia cotidiana que vivimos en nuestro país, con la unión de fuerzas sociales que se apoderen de la defensa de la institucionalidad y el orden, castigando severamente a los que, sin remordimiento alguno, hacen de las actividades de la vida una amenaza que puede ser vulnerada sin pena, ni gloria y con la mayor y más cínica de las impunidades.
Todos los individuos del mundo tienen autonomía para tomar sus propias decisiones, pero la autonomía personal, no puede excluir el concurso del respeto a los que nos rodean, con sus propias autonomías, acostumbrándonos y educándonos en una autonomía social, participativa, que vuelva a poner el valor de la vida por encima de todos los derechos, y construir sociedades amigables, pacíficas, que puedan arreglar sus diferencias con discusiones no violentas, procurando el bien común y dando lugar a la coexistencia pacífica de gente diferente; sin que creencias religiosas, de orden político o étnico se resuelvan por vías de hecho, causando catástrofes humanas que hablan mal de nuestra especie.