Hace ya un buen par de días, en uno de esos divertidos grupos de Whatsapp donde uno pelea de mentiras por más o menos cualquier tontería con los amigos de la universidad, surgió uno de esos dilemas tecnológicos que, al estarse arraigando cada vez más en nuestra cotidianidad, inequívocamente te hacen saber que vives en el futuro.
A raíz del gran volumen de trabajo que tenía en su oficina, y viéndose ante la incapacidad de encontrar tiempo suficiente para sentarse a escribir nuevas publicaciones que alimentaran su blog, uno de mis colegas había decidido optar por una de esas soluciones prácticas que, como buenos niños de los noventa, alguna vez habíamos imaginado viendo “El Laboratorio de Dexter”: utilizar un programa de inteligencia artificial para que, partiendo obedientemente de dos o tres palabras clave sobre el tema que quería tratar, fuera éste el que fabricara infinitas nuevas entradas que luego firmaría con su nombre.
¿Ilegal? En absoluto. ¿Plagio? Realmente, no. ¿Inmoral? Muy debatible, pues su idea en nada difiere de aquellas celebridades que contratan a escritores fantasma para redactar manuscritos de obras que luego saldrán al mercado bajo la ilusión óptica de su autoría, de los presidentes que cuentan con equipos completos componiendo sus discursos o de los cantantes que reciben a mercaderes de versos que pretenden venderles canciones enlatadas a la espera de la voz correcta que les insufle vida. Desde siempre, nuestra sociedad ha tolerado de muy buena gana la apropiación por unos de la producción literaria de otros que así estén dispuestos a permitirlo.
Entonces, ¿cuál es el problema? Pues que por muy técnicamente aceptada que esté esta dinámica, no deja de emanar un cierto tufillo fraudulento. Si el día de mañana usted descubriera que las columnas de su articulista favorita son realmente escritas por una máquina, ¿no se sentirá ligeramente timado y asaltado en su buena fe? Por supuesto, no necesariamente respecto de su calidad, pues no podemos descartar que la pluma del software sea de una exquisitez incluso superior a la de la supuesta autora, sino por la falta de correlación entre las expectativas de a quien se espera leer y a quien verdaderamente se termina leyendo.
Aunque siempre se defienda la primacía del fondo sobre la forma, en varias ocasiones, y más particularmente en asignaturas tan sensibles como la opinión o la academia, no leemos a alguien por el contenido de su razonamiento, sino simplemente por quién lo expresa. Es justamente en aquellos escenarios donde no es posible disgregar exitosamente a la figura del autor de su obra donde el empleo de inteligencia artificial, y la explotación de su prolífica capacidad de creación de contenido, podría tornarse, cuando menos, controversial.
Por ello, deberíamos abrir la discusión de si, así como en algunas plataformas ya existen mecanismos de advertencia al usuario ante fotografías o videos modificados con filtros, un autor debiera revelarle a su público cuando sus textos hayan sido optimizados, o incluso enteramente manufacturados, por herramientas tales como la inteligencia artificial. Sería una cuestión básica de transparencia y respeto hacia el lector que muchos agradeceríamos.