Hace ya casi una década de aquella mañana en que vi mi primer Van Gogh, “El Café de Noche”, en la galería de arte de la Universidad de Yale. Fui temprano, entre semana y durante la época de exámenes para evitar las aglomeraciones de curiosos, cuyo interés por la obra se había revitalizado hacía pocas semanas tras la limpia victoria del equipo jurídico de la universidad ante la Corte Distrital de Connecticut en el caso Yale v. Konowaloff, donde el bisnieto de un oligarca ruso reclamaba una cuantiosa indemnización alegando que Yale había adquirido el cuadro de forma irregular, pues este había sido expoliado por Lenin a su familia durante la revolución bolchevique.
Mi plan funcionó y pude disfrutar de aquellos trazos, sumergido en el silencio ceremonial de los museos. Sin cristal, cordel de seguridad ni vigilante oteando la sala con sospecha, conseguí acercar la vista tanto como el temor reverencial me lo permitió y, entonces, me perdí sin hilo de Ariadna entre los relieves montañosos que el pincel había
esculpido en las fantasmagóricas auras de las bombillas, el roído paño de la mesa de billar y las ajadas vestimentas de los comensales noctámbulos.
Estrías imperceptibles en las digitalizaciones que se encuentran en internet y que nos hablan de una pintura vívida, vestigios de la fuerza cinética de la muñeca de Van Gogh transmutada en algo sublime, rezagos de cómo aquel lienzo, en blanco un segundo atrás, había sido empujado a la inmortalidad por la inercia de su talento.
Siempre he anhelado despertar en mí la sensibilidad necesaria para apreciar mejor el arte de los óleos y, aunque considero que todavía no sucede, recuerdo la violenta conmoción interna que me provocaron aquellos minutos de contemplación frente a “El Café de Noche” como un ápice de esperanza en dicho propósito metafísico.
Es por ello por lo que mantengo una relación complicada con las exposiciones inmersivas que proliferan de manera silvestre en estos días. Con ellas y la pintura me pasa exactamente igual que con los libros electrónicos y la literatura, pues soy un devoto creyente de la sinergia simbiótica que se entrelaza entre el contenido y el continente de cualquier producción artística. Así como un relato potencializa su capacidad inmersiva, nunca mejor dicho, gracias al tacto rugoso del papel deslizándose sobre la yema de los dedos, la obra de cualquier pintor desborda los límites cuadriculados de la mera composición de imágenes que proyecta y solo alcanza su auténtico cénit estético cuando esta se funde con los componentes físicos del lienzo en la que está plasmada.
Si bien el éxito relativo de las exposiciones inmersivas forzosamente plantea un desafío de reinvención al tradicionalismo litúrgico de los museos y envía un mensaje contundente sobre los métodos modernos de consumición del arte, no comulgo con las voces fatídicas que vaticinan la desaparición de estos bajo el aplastamiento demoledor de los juegos de humo y espejos con inteligencia artificial que estas proponen, pues, como me suele pasar, una vez que amaina el barullo del brillibrilli digital, ineludiblemente sientes que están vacías por dentro.