Al llegar a la última página de la novela “Less” de Andrew Sean Greer cualquier lector experimentará la misma dicotomía a la que se enfrentó la crítica especializada a finales de 2018, cuando ésta fue inmortalizada con el Premio Pulitzer: considerarla una obra atrevidamente moderna que consigue indagar, con tintes grises de melancolía, en las inseguridades masculinas y las desilusiones profesionales de un escritor homosexual que aterriza en la cincuentena pretendiendo huir de sus problemas amorosos dándole la vuelta al mundo o, como también le sucedió a algunos, no tener muy claro qué vieron los jueces en ella para hacerla merecedora de un galardón tan prestigioso que lo pone a la altura de textos esenciales en la historia universal como “Matar a un Ruiseñor”, “El Viejo y el Mar” o “Las Uvas de la Ira”.
Por ello, cuando a finales de septiembre se lanzó al mercado “Less Is Lost”, su secuela en inglés, no fueron pocas las cejas que se enarcaron con indignación ante la noticia. No tanto porque se tratara de un cuestionado ganador de tan destacado reconocimiento, inquietud perfectamente válida (yo, por ejemplo, sigo sin verle la gracia al premiado de 2008, “La Maravillosa Vida Breve de Oscar Wao”), sino porque osaba quebrantar la regla no escrita de que una segunda parte de cualquier libro ungido con el Pulitzer, premio dado estrictamente a la novela elegida y no a la bibliografía entera de su autor como en el Nobel, es poco más que un sacrilegio a la memoria de Joseph Pulitzer y una herejía contra los dioses literarios.
Ese jaleo con las segundas partes es un clásico debate entre tertulianos de sobremesa que levanta pasiones allí por donde asoma la cabeza. No parece poco el fanatismo que despierta la convicción casi litúrgica de que las grandes novelas que trascienden a la inmortalidad tienen la obligación de ser textos totales que se autodefinen dentro de los linderos de su propia narrativa, cual uróboro de tinta, y que cualquier intento por prolongar la vida de sus personajes, o continuar desarrollando las líneas argumentales de su relato en entregas posteriores, constituye un indicio sin posibilidad de prueba en contrario de la existencia de una burda estrategia comercial urdida con el propósito espurio de exprimir a la gallina de los huevos de oro hasta la muerte por capitalismo.
Y aunque, sin sonrojarnos, tengamos que admitir que algunas veces estos prejuicios suelen obedecer a razones ciertas, esta estigmatización tiene un doble efecto nocivo, pues no solo impone al talento del autor un techo de cristal artificial al presumirle incapaz de superar su, hasta aquel momento, mejor obra, sino que también priva a la secuela de la oportunidad de demostrar su auténtica valía sin ideas preconcebidas sobre su calidad.
Por ello, solo nos queda esperar a la traducción de “Less is Lost” para juzgar por nosotros mismos si Greer ha cedido a la tentación de crear una obra intranscendente con el eco de su propio éxito o si, por el contrario, nos deleita con otra particular aventura mientras calla algunas bocas en el camino.