Todos los veranos el ayuntamiento de Madrid transforma la gigantesca plazoleta principal del Palacio de Cibeles, edificio centenario donde opera la alcaldía de la ciudad, en un cinema itinerante en el que cada noche, durante más de una cincuentena de funciones, se proyecta un amplio catálogo de películas que va desde clásicos atemporales hasta estrenos rutilantes de cartelera. En una de aquellas noches, viendo “La Otra Cara de la Luna” y camuflado entre la muchedumbre silenciosa con audífonos que reía al unísono, me atacó la irremediable nostalgia de estar participando de una de las últimas temporadas que le quedan a estos rituales colectivos del séptimo arte.
A medio camino del quinto año post-pandemia, y con la inflación remitiendo lentamente a nivel global hasta cauces más regulares, pareciera que todo ha regresado a la normalidad, salvo para las salas de cine, que siguen aguantando el tipo y apretando los dientes cada seis meses a la espera de un taquillazo que les saque de cuidados intensivos. Lamentablemente, tras la apoteosis cultural que significó “Vengadores: Endgame”, y con la progresiva estabilización de la convulsionada guerra de plataformas de streaming, somos varios los que empezamos a creer, con tristeza y no poca desolación, que el negocio cinematográfico no volverá a ser el mismo y que, más pronto que tarde, los cinemas tendrán que adaptarse a dicha nueva realidad.
Al igual que sucedió con el teletrabajo y su transformación de los hábitos laborales, el cóctel de anabólicos que significó el confinamiento para gigantes como Netflix, Prime Video o Disney+, ha trastocado los comportamientos del consumidor, que ahora tiene pocos incentivos para invertir dinero en una sola película cuando por el mismo precio puede hacerse mensualmente con un catálogo ilimitado de ellas y verlas en pijama. Salvo por éxitos como “Avatar: El Camino del Agua” (sigo sin entender cómo), “Barbie”, “Top Gun: Maverick” o “Spiderman: No Way Home”, que resaltan cuales picos de un electrocardiograma que nos recuerda que la industria aún respira, es inevitable sentir que se nos muere el cine, o por lo menos el cine como lo entendíamos hasta hace poco.
Este año todas las miradas están puestas en “Intensamente 2” y “Deadpool vs. Wolverine” para reflotar un 2024 que, todavía resintiéndose por los moratones que le dejó la última huelga de actores, marcará uno de los peores datos en ventas de boletas de la historia reciente. Aun así, por muy bien que les vaya a estas en caja no serán más que un remiendo temporal cuando lo que urge realmente es una gran conversación, que involucre a todos los protagonistas (productoras, sindicatos de actores, plataformas digitales, etc), sobre cómo resucitaremos un entretenimiento que nos gusta a todos, independiente del género que cada uno prefiera, y que agoniza
frente a nosotros.
Mientras tanto, que cada uno haga su parte, yendo a su cine de confianza para ver la película que le apetezca, aunque probablemente en 90 días ya esté disponible en streaming. Parece un esfuerzo fútil, no lo niego, pero es el mejor plan que tenemos hoy para evitar que caiga el telón definitivamente.