Es cierto que algo parece estar sucediendo con los eventos literarios, una suerte de cambio de tendencia que se viene apreciando desde hace ya algunos años en diversas latitudes. Y es que ahora las tertulias sobre libros, en antaño concebidas como eventos de nicho que se confinaban timoratamente a espacios físicos no muy ambiciosos y a donde si acudía algo más de una veintena de asistentes podía darse por salvada la papeleta, se han potenciado tras el cóctel duro de anabólicos que trajo la pandemia a la industria, multiplicándose de forma exponencial y consiguiendo un lavado de cara que resolvió el mayor de sus problemas de marketing: ya no se sienten aburridas.
A nivel global, y particularmente en los mercados editoriales más sofisticados, los síntomas se multiplican cuales augurios de lo que ha de venir. En Nueva York, por ejemplo, ya es práctica común que cada día por medio las principales librerías de la ciudad organicen presentaciones, tanto físicas como online, con escritores invitados. Varias de ellas, incluso, en un esfuerzo por evitar perturbar la experiencia consumidora de los demás clientes, han tenido que verse obligadas a controlar la afluencia de público cobrando entradas que pueden ir desde unos pocos dólares simbólicos hasta sumas bastante más considerables dependiendo de los galones de la cabeza de cartel.
En Madrid, de momento, la cosa no se ha mercantilizado hasta estos extremos, pero comienza a percibirse la aceleración frenética de la curva ascendente en cuestiones literarias. En poco más de un mes, diversos foros de la capital han acogido a nombres colosales como Olga Tokarczuk (Nobel 2018), Hernán Díaz (Pulitzer 2023) o Gueorgui Gospodínov (International Booker 2023), citas excepcionales que bien podrían justificarse como antesala a la bacanal que será la Feria del Libro de Madrid en junio y que eclipsan las maratónicas giras nacionales a las que algunos autores locales de éxito se ven exigidos y contra las que empiezan a surgir las primeras voces disidentes en distintos medios.
Pero más allá de los excesos metastásicos en los que la industria no puede permitirse caer, como ya ha sucedido por ejemplo con los festivales de música, es positivamente esperanzador evidenciar cómo los eventos literarios han conseguido reinventarse para pasar de somnolientos monólogos con aires intelectualoides a espacios dinámicos de altísimo voltaje cultural. Con la irrupción creativa de sencillas alternativas como tomarse un vino mientras escuchas a la pluma de turno, dejar entrar a los perros en ellas como uno más de la familia o ampliar el catálogo con géneros menos protagonistas como la poesía, el teatro o la literatura para niños, las librerías reverberan de actividad a lo largo de toda la semana y se convierten en una opción de entretenimiento más que puede competir con ir al cine o al centro comercial.
Esperemos que la oportunidad de conocer a nuestros autores favoritos nunca decaiga hasta los desmanes logísticos de los conciertos musicales actuales, pero que los encuentros con éstos estén desmitificándose y, por ende, ganando popularidad es una gran noticia para una industria frágil de pocas alegrías que bastante las necesita.