“Avanzan las reuniones preparatorias del presidente Gustavo Petro y los representantes de varios grandes líderes empresariales para apoyar el Acuerdo Nacional. Ese mismo acuerdo que el presidente cada tanto baja de la estratosfera, volantea en tribuna pública..” Así empieza la columna de opinión del periodista Gustavo Gómez publicada esta semana en el periódico El País. Tiene razón Gustavo: el tema se viene aireando desde hace rato y nada que aterriza. La sociedad colombiana está polarizada; eso no es nuevo en las sociedades modernas. Tiene razón Moisés Naim cuando define la polarización como uno de los signos de nuestro tiempo. En Colombia la violencia empecinada no solo exacerba la polarización sino que debilita al Estado, desborda la justicia, degrada el sistema políticoelectoral, profundiza la desigualdad, pauperiza los territorios subnacionales, complejiza la Administración, ralentiza el desarrollo y deslegitima las instituciones democráticas. Por algo Colombia aparece en las últimas mediciones del Latino barómetro sobre el estado de la democracia en América Latina, como uno de los países en donde menos creemos en las virtuosidades de este sistema político.
El jueves pasado en el Senado se llevó a cabo un nuevo debate sobre el tema Odebrecht; en Barranquilla sesionó la Comisión VI de la misma corporación para analizar los hechos que rodearon la terminación unilateral del contrato de concesión para mejorar la infraestructura del aeropuerto Ernesto Cortizos de esa ciudad. El mismo jueves, se dio a conocer el informe de Amnistía Internacional donde se señala, otra vez, que la vulneración constante a la que se encuentran expuestos los líderes sociales es un problema que permanece en la realidad colombiana. No son problemas nuevos; son el lugar común de nuestra diaria y amarga realidad. Cambiarla nos exige voluntad de unidad y consenso. Naturalmente la persona legitimada para llamar a esa unidad y a ese consenso es el presidente de la República. No solo porque él debe cumplir con el mandato constitucional que lo obliga, sino por el imperativo ético que le significa ser el primer mandatario de la Nación.
Alguna vez comenté en este mismo espacio, citando también a Moisés Naim, cómo a veces nos es imposible acometer tareas obvias: es obvio que en Colombia tenemos que adelantar una reforma a la Justicia: se habla que tenemos una impunidad que ronda el 95% y que la justicia cuando llega, casi siempre llega tarde. Gravitamos por años en torno a ideas como la de cambiar el sistema de
conformación de las altas cortes, o la necesidad de quitarles funciones nominadoras. Hemos patinado mucho tiempo sobre la idea de crear un Tribunal de Aforados para que sea cierta en Colombia no solo la responsabilidad jurídica sino la responsabilidad política de los más encumbrados funcionarios del Estado. El mero hecho de tener varios magistrados de las altas Cortes, encarcelados, fugitivos o bajo serias sospechas, habla por sí solo de la necesidad de hacer algo en esta materia.
Las recientes elecciones volvieron a mostrar las llagas de un sistema político electoral complejo, problemático, costoso, asquerosamente corrupto y muy funcional a la reproducción del poder de los clanes y cacicazgos políticos en los territorios. Naturalmente la conformación de los órganos de control obedece a estas mismas lógicas y por esa vía su funcionamiento es imperfecto, precario, extemporáneo y tardío en casi todos los casos. Caldas por ejemplo no tiene contralor debidamente elegido desde hace tres años porque la justicia ha sido tardía y porque algunos diputados han usado con éxito sus mañas. Este microcosmos bien pudiera ser la réplica de lo que ocurre en otras partes del país. Si estos flancos del Estado no funcionan bien, el Estado podría ser un Estado fallido: no controla el territorio, no impone el orden, no garantiza el desarrollo de los derechos, entre ellos el de la vida, no crea riqueza, menos ciencia y conocimiento y, sobre todo, no es capaz de construir un gran propósito de sociedad nacional.
Petro no baja el Acuerdo Nacional de la estratosfera, al contrario, lo extravía en los espacios de una postura en exceso ideologizada y excluyente; si no es así, ¿qué sentido tiene reunirse únicamente con los gobernadores elegidos que él considera de su línea política? No creo que en los espaciosos y fríos salones del Palacio de Nariño no hubiera cupo ni snacks para los 32 gobernadores; es decir, todos los gobernadores del país.