El Plan Nacional de Desarrollo (PND) es el instrumento más importante para orientar el desarrollo del país en el corto plazo; es la carta de navegación de un gobierno y su megapolítica pública por excelencia. Es la hoja de ruta que materializa las ambiciones de cada administración. De fondo “es el documento que intenta fusionar necesidades y realidades del país, pero ya sin el barniz fantástico de las promesas de campaña”.
El presidente Petro acaba de presentar la iniciativa al Congreso de República atendiendo los plazos legales. Dicha iniciativa gira en torno a cinco ejes fundamentales: el ordenamiento del territorio alrededor del agua y la justicia ambiental, seguridad humana y justicia social, derecho humano a la alimentación, convergencia regional, y, por último, internacionalización, trasformación productiva para la vida, y acción climática.
Una primera lectura del documento nos plantea algunas inquietudes:
Primero, y como lo anunció hace varios días el director de Planeación, Jorge Iván Gonzales, este es un documento más corto y con menos indicadores: no es muy prolijo en el señalamiento de cifras de inversión, los proyectos no están en muchos casos explícitamente señalados por región, no es nítida la inclusión de las propuestas surgidas de los Diálogos Territoriales Vinculantes, está sobrecargado de muchas y variopintas solicitudes de facultades extraordinaria al presidente, y en su texto aparecen contradicciones y errores inexcusables para un documento de esta categoría.
En general, al Proyecto lo recorren dos líneas claras: la primera es la evidente intencionalidad de usar este mecanismo para fortalecer la capacidad discrecionalidad del presidente Petro: no solo por las más de 7 facultades extraordinarias que está solicitando, si no por la variada naturaleza de los asuntos relacionados. También porque al tratarse de un documento tan genérico, con líneas muy gruesas en indicadores un tanto confusos por la ausencia de cifras, es al Gobierno nacional al que le quedaría la potestad de materializar, atendiendo su propio criterio, los elementos más estratégicos del Plan.
La segunda, la profundización del hostigante centralismo: en el Proyecto se hace más crítica la tendencia de los últimos años de pretender financiar el Plan con un mayor porcentaje de recursos que son de los territorios: en el Programa de Inversión Regional del 2011, el 6,3% provenía de recursos territoriales, aumentó en el 2018 a 10,6% y ahora, al 12,6%. Lo mismo ocurre, en cifras más dramáticas, con la participación de las entidades territoriales en el Sistema General de Participaciones.
Aunque como ya se dijo, el procedimiento para construir el Plan está claramente establecido por la ley, en materia de participación de la sociedad civil, el Gobierno decidió incorporar otro componente, el de los Diálogos Regionales Vinculantes. El texto del Plan no nos deja claro cuántas de las 88.000 propuestas recibidas en los 51 diálogos vinculantes al que asistieron más de 250.000 personas, efectivamente se acogieron.
A esta altura del tiempo preocupa la tardanza en la iniciación de las discusiones reglamentarias en el Congreso. La ley establece plazos perentorios para aprobar el documento. Si en el mes de mayo no está aprobado el Plan, lo expide el presidente por decreto. Apenas fueron citadas para la semana entrante, el miércoles, las Comisiones que se encargarán de iniciar el trámite legislativo. Se va acortando el tiempo y van asomando por esa vía las orejas del hiperpresidencialismo que nadie querría para estos tiempos inciertos.
La sociedad civil toda tiene aquí un bellísimo desafío democrático: participar sin algarabías, con sus opiniones informadas, en la elaboración de insumos que nutran la discusión en el Congreso, de esta que es la más importante política pública para el país en el corto y cercano mediano plazo.