La Fiscalía General de la Nación nació en 1991 con la promulgación de la nueva Constitución. Se cambió el sistema penal colombiano, que pasó de ser inquisitivo a ser acusatorio. En el sistema inquisitivo las funciones de acusar y juzgar recaían en un mismo funcionario. En el sistema acusatorio, dichas funciones quedaron en cabeza de funcionarios diferentes y autónomos. Ahora la que investiga y acusa es la Fiscalía y los que juzgan son los jueces.
Lo que inspiró la reforma fue la necesidad de hacer más expedita y eficiente la justicia penal; mediante el nuevo modelo de origen anglosajón, se pretendió superar los altísimos y vergonzosos índices de criminalidad e impunidad en Colombia.
Nació una entidad poderosísima, de enorme tamaño, en la cual se depositaron todas las esperanzas. Se creó una compleja estructura administrativa y burocrática y se estableció que la designación de su cabeza correría por cuenta de la Corte Suprema de Justicia, de terna enviada por el presidente de la República.
El funcionamiento de la Fiscalía, sus resultados, y el marco institucional que define su cabeza, han sido puestos en cuestión recurrentemente. Se critica su estructura administrativa, que es enorme; el poder del fiscal, que es desmesurado; el proceso de designación de su máximo conductor, que es equivocado, y los resultados que, en términos de la superación de la criminalidad y la impunidad, son bastante magros.
Lo cierto es que, a la luz de los datos y la perspectiva del tiempo, esas afirmaciones son perfectamente razonables. La impunidad y la criminalidad no ceden y muchas veces la selección del fiscal ha sido enredada y errática.
Todo parece indicarnos que el diseño institucional que le dio vida a la Fiscalía General de la Nación debe ser revisado. La designación del reemplazo de Francisco Barbosa se ha convertido en un espectáculo escandaloso. La fuerte controversia interna y la atolondrada intervención de organismos internacionales, han condimentado la idea, a todas las luces desmesurada, de que aquí estamos ad portas de un quiebre institucional.
Estamos en mora de revisar con calma, ojalá en el marco de las discusiones de la Comisión de Reforma Judicial, los aspectos que tienen que ver con el mal funcionamiento de la entidad, para lograr de una vez por todas corregir las equivocaciones, los yerros y cambiar las deformaciones que, como se ve, a esta altura del tiempo ya están plenamente identificadas.
Dos asuntos, entre otros, de los cuales se ha hablado bastante, tienen que ver con este desbarajuste. Primero, la manera de designar el fiscal general de la Nación; como ya se dijo, hoy lo hace la Corte Suprema de Justicia de terna que le envía el presidente de la República. Este sistema debió garantizar la elección de los mejores y en los tiempos debidos. Sin embargo, la historia nos dice que no ha sido así. Por la dirección de la Fiscalía han pasado personajes de muy cuestionable desempeño, fiscales en trance de oportunidades políticas, (ya hubo uno que salió a ser candidato presidencial, Valdivieso), otro que se defendió huyendo cuando acorralado por justas críticas renunció al cargo (Martínez), otros de cuya llegada a esa dignidad, se dijo, fue transitando por caminos bastante tortuosos. Francisco Barbosa ofició con descaro el papel de opositor político del presidente Petro, buscando parece, reproducir la parábola de Alfonso Valdivieso al pretender ser también candidato presidencial.
Y segundo, la necesidad de revisar en general, las facultades nominadoras de las Cortes, y en particular esta de designar al fiscal general de la Nación. Ese papel las distrae de aplicarse de manera total a impartir pronta y cumplida justicia, y no las sustrae de caer en eventuales tentaciones clientelistas que pudieran terminar en acuerdos burocráticos que deslegitimarían su razón de ser. Muchos analistas sugieren un procedimiento al revés: que sea la Corte la que le presente una terna de candidatos al presidente para que designe el titular del organismo encargado de la instrucción criminal en Colombia.
Aquí no hay ruptura institucional, lo que hay es un desajuste que necesita ser corregido. El Estado colombiano está averiado por todos los flancos y debe ser reconfigurado. Urgen grandes reformas, empezando por lo política y la territorial. Por ahí debió empezar el que se llama Gobierno del cambio. Lo demás es desaprovechar la oportunidad.