Cuando hace poco menos de un año la ministra de Educación le presentó al Congreso el proyecto de ley estatutaria sobre educación, muchos dijimos que era una ley innecesaria. Primero, porque sucesivas sentencias de la Corte Constitucional ya prácticamente han consagrado la educación como un derecho fundamental, y segundo, porque los problemas de la educación en Colombia no se solucionan con esa mera declaración teórica.
Es indudable que Colombia tiene un modelo educativo que no está funcionando bien. Los resultados de las pruebas Pisa que conocimos la semana pasada nos siguen relegando a los últimos lugares del escalafón de países de la OCDE. Esto impone la necesidad de transformar muchos de los componentes de ese modelo y ponerlos a tono con las necesidades del país y con los desafíos de los tiempos que corren.
Pero los buenos deseos no bastan; no es suficiente con consagrar un derecho si no existe un Estado capaz de hacerlo efectivo. Y eso sí que lo sabemos en Colombia, un país en donde tenemos una prolija Carta de Derechos que no se cumplen. No es sino tomar nota de las reiteradas declaraciones del estado de cosas inconstitucionales que expide la Corte Constitucional con relativa recurrencia.
No bastan los discursos y la mera formulación de buenas intenciones para garantizar y asegurar un derecho. Y esto es lo que hace la propuesta de ley estatutaria de educación: se distrae en formulaciones teóricas que soslayan los verdaderos problemas de la educación en nuestro país y dejan de lado el análisis crítico de las imperfecciones e ineficiencias que padece nuestro sistema educativo.
Qué nos ganamos con que se consagre la educación como un derecho fundamental si tenemos una infraestructura física y tecnológica miserables, si no hemos logrado optimizar la ejecución del plan de alimentación escolar, si hay niños que tienen que caminar dos o más horas para llegar a la escuela porque no hay carreteras o transporte escolar,si hay docentes rurales, sobre todo maestras, que tiene que atender hasta cuatro o cinco grupos simultáneamente porque la “relación técnica” que establece el Ministerio no da para más.
Hace mucho tiempo se viene reclamando un sistema distinto de financiación de la educación superior pública: no basta con el modelo de la ley 30, hace falta mejorar una infraestructura vetusta, contratar más docentes de planta, incorporar laboratorios y nueva tecnología para profundizar y mejorar los resultados de la investigación, robustecer las relaciones con el entorno internacional, agilizar procesos administrativos y académicos frente a las autoridades del Ministerio, que en muchas ocasiones actúa con pereza, arbitrariedad e indolencia. Hay total claridad en torno a la importancia de la educación inicial; múltiples estudios demuestran que la inversión en esta etapa de la vida tiene la más alta tasa de retorno en términos de equidad y acceso y permanencia en los otros niveles de ecuación. Basta la voluntad política de un gobierno serio para entender este aserto y actuar en consecuencia. La discusión sobre educación terciaria versus educación superior ha sido superada hace años en otros países. Esa no debería ser fuente de conflictos y desencuentros inconciliables. El conocimiento no es hoy un monopolio de la escuela formal, y los jóvenes han cambiado sus concepciones sobre su propia formación que ya no aceptan por tiempos largos, ni en los espacios de enseñanza convencionales ni divorciadas de un mercado laboral distinto. En lo que tiene de concreta, la propuesta de ley estatutaria se queda en lo episódico, no avanza en soluciones. En materia de acceso y permanencia, dos elementos esenciales para una norma estatutaria de educación, el proyecto pierde de vista que en Colombia hemos avanzado sustancialmente en cobertura. Ese por lo tanto no es el problema. El problema es la calidad: esta semana salieron los resultados de las nuevas pruebas Pisa y seguimos descendiendo en la tabla de los países de la OCDE. Los niños, niñas y jóvenes, sí acceden al sistema educativo, pero no aprenden. Moisés Naim llamó este fenómeno que ocurre en buena parte de los países pobres, como “la gran estafa del mundo”.
Pero lo más grave es que en esta materia la cancha está desnivelada: hay educación para ricos, urbana y privada de buena calidad, y educación para pobres, rural y pública, para pobres de menor calidad. Lo más grave es que se sabe que como consecuencia de la pandemia, las brechas de calidad entre educación pública y privada, se acentuaron en por lo menos 6 puntos.
No obstante que la ministra dijo, tal vez para atenuar su fracaso, que por encima de las contingencias de los últimos días el proyecto había servido para poner a hablar a todos los colombianos de educación, se le olvidó conversar ni más ni menos que con Fecode sobre un tema altamente sensible, no solo para los maestros si no para todo el sistema, la evaluación docente. El tal acuerdo inconsulto estableció unos parámetros altamente discutibles en la materia, al pretender estandarizar unas pruebas sin arreglo a contextos particulares.
Asumamos que nos queda eso, la discusión; sin embargo pudo ser más productivo abocar de una vez por todas, el estudio de las reformas a la leyes 115, general de educación y 30, de educación superior; esa hubiera sido la mejor forma de adelantar las discusiones encaminadas a conseguir soluciones a nuestros problemas reales en materia educativa, más allá de la retórica y los discursos grandilocuentes. Esta no terminó siendo, en últimas, esa especie de cuota inicial del gran acuerdo nacional como lo expresó la ministra.