“No he hablado aquí de una Asamblea Constituyente”, dijo el jueves de la semana pasada el presidente Petro. Pocas semanas antes, el 15 de marzo, dijo lo opuesto en una concentración pública en Cali al calor de un encuentro con algunas de sus bases políticas. Con ese cambio de postura muchos respiraron tranquilos, en tanto que otros no ocultaron su perplejidad.
Como expresión de un deseo presidencial, una propuesta de esta naturaleza, no es nueva en Colombia; desde López Michelsen, pasando por Barco, Gaviria, Pastrana y Uribe, ha habido propuestas de reformar la Constitución apelando al constituyente primario. Resonancias tal vez del Plebiscito de 1957 que dio origen al Frente Nacional.
Las razones, con algunas variaciones, fueron siempre las mismas: la cerrazón institucional derivada de la incapacidad o falta de voluntad del Congreso para avanzar en reformas necesarias e inaplazables para el país. Hubo propuestas muy serias, fundamentadas, y otras, la mayoría, no tanto.
No debió sorprender entonces que Petro saliera ahora con su propia propuesta de Constituyente; lo sorprendente es que la idea nació como lo afirmó en un reportaje reciente el exconstituyente del M-19, Álvaro Echeverri Uruburu, “al calor de la emoción”. Por donde se le mire, la iniciativa carece de viabilidad fáctica, política y jurídica. La opinión pública en general rechaza la propuesta y las circunstancias políticas y jurídicas le son francamente adversas. En ese contexto, la iniciativa no sería entonces más que otra ocurrencia del jefe de Estado, sin fundamento alguno.
En la práctica, la Constituyente del 91 hizo casi imposible reformar en el futuro la Carta por ese mismo camino. Lo llenó de abrojos y tiró las llaves al mar. Que el Congreso apruebe una ley que la convoque y que esa ley pase por el tamiz de la Corte Constitucional, además de la exigencia de una alta participación electoral, complejiza mucho el proceso. Unas claras mayorías en el Congreso, un ambiente cierto de unidad nacional en torno a ese propósito y una nítida legitimidad del Gobierno, expresada en altos índices de aprobación de la ciudadanía, son componentes del entorno sin cuya concurrencia es imposible avanzar en ese propósito. Ninguna de esas condiciones se cumple ni en el aquí, ni en el ahora de Colombia.
El tiempo tampoco ayuda; han corrido casi tres meses desde el día en que Petro lanzó su ocurrencia de convocar una Constituyente. No se conocen todavía, ni el proyecto de ley que la convocaría, ni la enunciación de los temas que serían materia de sus deliberaciones. Un proceso de esta naturaleza, complejo por esencia, no concluiría, así se comenzara oficialmente esta semana, antes de la terminación de este período presidencial.
Vale la pena recordar las dificultades por las que atravesó recientemente el proceso constituyente chileno: una izquierda exacerbada por el arribo al poder de Gabriel Boric, presionó la convocatoria de un órgano reformador de la Constitución para acometer la tarea fundamental de borrar cualquier vestigio de Pinochet de la Carta Fundamental de ese país. Esa izquierda ortodoxa perdió el referendo confirmatorio y al final, la derecha impuso sus ideas, y la Constitución de Chile sigue influida por el pensamiento de la dictadura.
Eso también lo debió calcular Petro cuando se le ocurrió la idea; que una Constituyente mediada como ocurre casi siempre por circunstancias electorales, es por esencia, muy impredecible; se sabe cómo empieza, pero no cómo termina. La Constituyente del 91 es clara demostración de este aserto.
Lo demás, son más ocurrencias; unas más delirantes que otras, pero, al fin y al cabo, artificios, globos al aire, diría alguien. No otra cosa son los intentos de “interpretar” los Acuerdos de la Habana para justificar, por el camino del atajo institucional, la convocatoria de esa Constituyente; o amenazar con autoacusarse ante organismos internacionales por el incumplimiento del Estado colombiano a los mismos acuerdos con las Farc y conseguir de esa manera un eventual e ilusorio respaldo con que la legitime frente a la comunidad de países.
Estoy de acuerdo con el dirigente político de izquierda, senador, negociador de paz con el Eln, y hombre del presidente, Iván Cepeda, cuando afirma que aquí más que una Constituyente, lo que necesitamos es un gran acuerdo nacional.
PD. Terrible y preocupante precedente de irrespeto al Estado Democrático de Derecho lo que ha ocurrido esta semana con el relevo arbitrario e ilegal del rector Ismael Peña. Queda herido el principio constitucional de la autonomía universitaria. Como hemos dicho antes, nos quedan los jueces.