La desesperanza se está apoderando del país. Volvimos a ese estado de angustia permanente que no se respiraba desde la época de Pablo Escobar (¡Sí!: el Pablo Escobar aliado del M-19, grupo criminal de donde emergió Petro), y en el cual nadie sabe el sitio de la próxima bomba, ni donde será el próximo atentado terrorista. Volvimos al Estado fallido con un presidente que se declara impotente para defendernos y prefiere develar sus complacencias con el terrorismo, renunciando a cumplir los mandatos constitucionales; un Estado donde los valores se trocaron y tiene más derecho un delincuente que una persona de bien; donde se legisla para favorecer la criminalidad y donde los propósitos del gobierno nacional están encaminados a generar impunidad, lavar los crímenes atroces de quienes trabajaron desde las cárceles en su campaña, y a financiarles, con nuestros impuestos, las actividades a esos grupos criminales que viven del narcotráfico, el secuestro y la extorsión.
Por eso hoy vemos el país inundado de banderas del Eln y asistimos impotentes, y en medio de un supuesto cese el fuego, al asesinato de policías, militares y civiles inocentes; al secuestro de familias enteras; a la extorsión descarada en vastas regiones colombianas; a masacres colectivas donde caen niños, ancianos y gente de bien; a asaltos a mano armada en el centro de las ciudades; a retenes de delincuentes ante quienes la propia fuerza pública desiste del control por órdenes superiores; a, en fin, el dominio de la criminalidad sobre la sociedad buena, trabajadora, honesta y emprendedora.
¿Y cuál es la respuesta del Gobierno nacional? El decreto de una tregua en la cual el Estado se obliga a deponer las armas de la Patria, mientras su contraparte se pasea oronda con las suyas por vastos territorios, fijando reglas, y aterrorizando poblaciones enteras. Una supuesta tregua impuesta por el terrorismo, que no es más que el repliegue total de la fuerza pública para que sus acciones criminales no encuentren siquiera un asomo de oposición o control.
Con el agravante de que es el propio presidente quien atenúa la gravedad de los atentados del terrorismo, solapándolos con manifestaciones populares azuzadas desde los balcones oficiales. Porque un presidente que se atreva siquiera a insinuar que las soluciones a la violencia que arrecia hoy en Colombia, no están en el ejercicio de la fuerza del Estado, sino en la complacencia de éste con la delincuencia, es un presidente que está encaminado a entregarle el país a sus enemigos; es un presidente que declinó desde hace rato sus obligaciones y se doblegó ante los criminales.
Y se atreve entonces a afirmar, en otro de sus actos demagógicos, que “las armas del Estado son del pueblo”, algo que resulta más peligroso y significativo por provenir de un sujeto cuya vida ha sido sustentada en las armas, la criminalidad, la violación de las instituciones y la utilización de “todas las formas de lucha”. Porque esto lo que indica es que nos preparamos para la sublevación de ese “pueblo” al que se invita a tomar las armas y a salir a las calles, mientras los ciudadanos de bien tenemos prohibido el porte y tenencia legal de las mismas. ¿Podríamos concluir entonces que Petro, asustado ante la reacción pacífica de las mayorías en las calles, pretende que “su pueblo” reaccione con las armas, y este mensaje es otra de aquellas extorsiones como la de decir que si Colombia quiere que el Eln cese sus hostilidades, se le tienen que aprobar sus reformas?
¿O significará que, ante el arrecio de la criminalidad y la impotencia del Estado, está pensando en autorizar el uso de las armas para la defensa personal? Porque si Petro habla del pueblo como el propietario de las armas, no se le puede olvidar que el pueblo somos todos, y no solo sus delincuentes aliados, ni los que provocaron el estallido criminal que sirvió de preámbulo para llegar al poder. Repito: el pueblo somos todos, incluidos los que reclamamos la autorización de las armas como mecanismo de defensa ante la indolencia del Estado, en quien debería reposar su monopolio.