El presidente Petro en su “balconazo” del primero de mayo, convoca a la revolución a unos espectadores agolpados en el centro de Bogotá, traídos de diferentes sitios del país con el fin de generar en la mente de los ciudadanos la imagen de un respaldo masivo, general e incontrovertible. Los fotógrafos y camarógrafos, por su parte, se esfuerzan por mostrar multitudes construidas en ángulos que favorezcan el mismo propósito, y algunos medios de comunicación se desbordan en información que sobrepasa las verdaderas dimensiones de la farsa que tratan de vendernos.
Simultáneamente la vicepresidente, Francia Márquez, se desparrama en defensa de la criminal “Primera Línea”, y es secundada por el senador Cepeda, quien nunca ha ocultado sus inclinaciones revolucionarias, y dicen descaradamente que esa facción criminal “no es violenta”, como si hubieran sido pocos los destrozos causados por ellos en 2021, y no hubiera sido alto el costo en vidas humanas y en atentados terroristas ante los ojos impotentes de los ciudadanos de bien.
Posteriormente, y en un estudiado plan de terror originado desde el propio gobierno, una supuesta guardia indígena desfila, intimidante, por el centro de Bogotá presionando al congreso de la República para que aprueben las reformas que trata de imponer el gobierno, en una muestra de advertencia extorsiva y de amenaza letal en contra de las instituciones democráticas.
¡Eso es lo que hay!: Terror, barbarie, atentados, muerte, desolación, intimidación y actos dictatoriales. ¡Y lo que nos falta, por Dios! Porque en escasos nueve meses de gobierno solo tenemos incoherencias, desastres, contradicciones, soberbia, improvisación, incumplimiento, desolación y fracaso.
¿Y qué se viene? Tenemos que esperar lo peor. Porque un presidente que accede al poder mediante los mecanismos democráticos (independiente de trapisondas, ilegalidades o fraudes) y ostenta su legitimidad en esa fuente, no puede acudir a argumentos de violencia masiva a través de la “Primera línea” o de las “Guardias Indígenas”, y advirtiendo que esos ejércitos estarán muy pendientes de que se le aprueben sus despropósitos, so pena de activarlos en las calles con las previsibles consecuencias en la economía y en la vida de personas inocentes. Es decir, a Petro solo le sirve la democracia cuando le conviene a sus intereses, pero la desconoce, violenta o destruye cuando no se le arrodilla a sus caprichos. ¡Vaya demócrata el que tenemos por presidente! ¡Y vaya instituciones las que nos van a dejar!
Porque un congreso no puede legislar coaccionado, amenazado o bajo la sombra de los fusiles de los desadaptados, o los bastones de mando de indígenas adiestrados para la violencia, como lo han demostrado ante soldados y policías de la patria a quienes han secuestrado, torturado y asesinado. Y mientras tanto, nuestra fuerza pública acuartelada, desmantelada, atemorizada e impotente ante las órdenes de un máximo jefe para quien es plausible que se les violente, pero censurable que se defiendan o, lo que es peor, que nos defiendan a los ciudadanos en ejercicio de su obligación constitucional.
Y entonces el presidente acude a la revolución. Y cuando se le censura el término, su defensa es retórica o eufemística, como si unas masas enardecidas de desadaptados, resentidos o asalariados criminales pudieran distinguir entre un llamado a la revolución terrorista, y a una intelectual o educativa, en momentos en que él mismo los arenga desde un balcón o una tribuna pública, y están previamente entrenados para destruir, asesinar, violentar y acabar con todo a su paso.
¿Terminaremos cambiando entonces las decisiones democráticas por el autoritarismo? ¿Las leyes expedidas por el congreso, por instrucciones inspiradas y presionadas por la violencia física? ¿Las cortes, por sanedrines de izquierdosos revolucionarios a quienes poco les importa la institucionalidad, y mucho el caos y la barbarie?
Aunque tal vez Petro tiene razón: llegó la hora de la revolución. Pero no esa que ha sido su modus vivendi y la inspiración terrorista de tanto criminal en Colombia. ¡No! Llegó la hora de la revolución política en las urnas -que es uno de los últimos vestigios democráticos que tenemos-, en las cuales podremos derrotar a los candidatos de quienes hoy nos gobiernan y que están acabando impunemente con nuestra institucionalidad.
¡En octubre tendremos la palabra!