En 1971, Richard Nixon, presidente de Estados Unidos, declaró la Guerra contra las Drogas. Y hoy, 52 años después, estamos ante la guerra más perdida de la historia. Porque cada vez se consumen más estupefacientes y de más variedades. Los de siempre, marihuana, cocaína y heroína. Y los nuevos, metadona, metanfetamina y fentanilo, entre otros.
 
Se producen con facilidad y a costos menores y se venden a precios exorbitantes. En 2019, un kilo de cocaína en Colombia valía 1.491 dólares –y era un gran negocio, con ventas del orden de 11 mil millones anuales–, el mismo kilo puesto en México costaba 12.433, en Estados Unidos, 69.000 y 152.207 en Australia. Al menudeo, en Nueva York a un kilo le sacaban 153.000 dólares.
¿Cómo explicar esos precios y esas ganancias exorbitantes? Simple. Por su ilegalidad, principalmente, más su amplia demanda. Si fuera legal “se tirarían el negocio”, porque las drogas se venderían baratísimas y con utilidades muy menores.
El rotundo fracaso de la Guerra contra las Drogas era y es fácil de explicar. De una parte, siempre habrá –siempre– quienes consuman drogas, como habrá bebedores de alcohol y fumadores. Y con esas ganancias exorbitantes, siempre habrá quien le jale a ese negocio, aun a riesgo de la cárcel y la muerte, corrompiendo además policías, jueces, políticos, gobernantes y empresarios, anegando a los países en sangre y llenándolos de viudas y huérfanos.
 
Si ha fracasado la guerra de Estados Unidos y de los gobiernos que lo siguen contra las drogas, como tenía que suceder, lo que sí no ha fracasado entonces es el descomunal negocio, ilegal y legal, que esa guerra crea y promueve.
Y tampoco ha fracasado esa guerra como pretexto para intervenir en los países, según enseñan experiencias de cinco décadas y el Plan Colombia (2000), un plan norteamericano, no para acabar con la producción de cocaína, sino para reducirla al 50 por ciento y usarlo como pretexto para determinar la economía y la política del país, a tal punto que Juan Manuel Santos, ministro de Hacienda de Andrés Pastrana, firmó una carta de intención titulada “FMI acoge el Plan Colombia”.
Tanto determina el Plan a Colombia, que su primera estrategia compromete al país a promover los tratados de libre comercio y la inversión extranjera y la segunda incluye privatizar más la economía. La negociación en el Caguán con las Farc aparece en el tercer punto: “Una estrategia de paz que le apunte a unos acuerdos negociados con la guerrilla”. Y solo en el sexto se habla de “una estrategia antinarcóticos”.
Aunque suene cómico, lo de reducir la oferta de cocaína a la mitad en el Plan Colombia –que es la exigencia de los gringos a los anteriores gobiernos y a Petro–, es una “solución de mercado”, porque, dicen, al encarecerla, algunos no podrán pagarse sus rayas de perico. No les temen ni a las falacias ni al ridículo.
 
Entonces, lo dicho por Petro y Biden sobre el narcotráfico no es para acabar con ese negocio, según se ha probado hasta la saciedad.
Y es igual su demagogia ambientalista, útil para distraer a un mundo modelado por Estados Unidos y con gravísimos problemas económicos, sociales y militares, mientras Biden promueve enormes proyectos de exploración de hidrocarburos en su país, en el Golfo de México y Alaska, para agregarlos a sus 11,8 millones de barriles de producción de petróleo al día y 934 mil millones de metros cúbicos de gas, 15 y 89 veces más que Colombia.