Este artículo se empezó a escribir antes de que se hundiera la reforma política y explica por qué tanta resistencia ciudadana, hasta el punto de que tuvieron que aprobar su retiro los petristas que en 2022 la votaron a favor en cuatro ocasiones.
Si el objetivo de la reforma política de Petro, Prada y Roy fue proponer la peor, no lo habrían hecho mejor. Y se tramitó, así ahora se hagan los locos, con el respaldo de todas las fuerzas petristas, es decir, de Santos, Samper y Gaviria y de los partidos Liberal, Conservador, de la U, Verde y Pacto Histórico. Apoyo que le dieron porque era la reforma más descaradamente sastre posible, es decir, la más echa a la medida de sus intereses.
Se trató de la peor porque su propósito principal fue reelegir a los actuales parlamentarios, de mayoría petrista, en 2026, para comprárselos –esa es la palabra– y que respaldaran hasta los mayores disparates del actual gobierno. Fueron varias las fórmulas para cooptarlos.
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Con las listas cerradas les aseguraban a los congresistas de hoy encabezar las de sus partidos en 2026 –para su reelección automática–, al permitirles inscribirse en el mismo orden en el que fueron elegidos en 2022, haciendo imposible cualquier renovación en esas organizaciones. Porque, por ejemplo, si un partido eligió 12 senadores, esos 12 ocuparían los 12 primeros renglones de la lista cerrada y el primer aspirante diferente a ellos iría de 13 en la lista. Para empeorarlas, y con el mayor descaro, las listas cerradas iban engrasadas con el derecho a más platas oficiales.
La reforma resucitaba una posibilidad que existió en el pasado y que se eliminó porque corrompía la política y aumentaba el control del Presidente sobre el Congreso, al permitirle nombrar de ministros a los senadores y comprárselos a ellos y a sus partidos. Y Petro y sus lugartenientes se propusieron empeorar esa fórmula que se eliminó por perversa. Porque la gabela ahora sería para senadores y presentantes a la Cámara y podrían saltar a ministros y a otros cargos nacionales y, además, luego de usufructuarlos, devolverse a congresistas. Y podrían apelar al transfuguismo de un partido a otro y candidatizarse sin cortapisas para alcaldes y gobernadores.
Habría más plata del Estado para los partidos, dineros que no evitarían que las elecciones se siguieran financiando con platas corruptas, porque esas se mueven en secreto y en maletas o en bolsas llenas de fajos de billetes.
El proyecto no tocaba al Consejo Nacional Electoral ni a la Registraduría, grandes poderes que no representan la democracia sino la partidocracia que ha gobernado a Colombia, como está demostrado, no a favor del desarrollo nacional sino de mantener el país en el subdesarrollo y en la mayor desigualdad social. La norma tampoco legislaba para obligar a los partidos a hacerles juicios de responsabilidad política a sus jefes acusados de corrupción, vacío legal del que se aprovechan los compañeros de Nicolás Petro para no enjuiciarlo políticamente.
Cinismo indignante, diseñado para un fin perverso: perpetuar en el poder legislativo a la mayoría petrista de hoy, de manera que aun si no ganaran la Presidencia en 2026, siguieran mamando del poder legislativo y pudieran ponerle precio a su respaldo al nuevo mandamás de Colombia.
En el reino de la politiquería y la antidemocracia que ha sido Colombia, nunca nadie se había atrevido a tanto. Y en nombre del “cambio”. No es una rareza entonces que el gobierno haya sufrido esta gran derrota, que aumenten los electores arrepentidos y que los que votamos en blanco andemos sin cargos de conciencia.
El ministro Alfonso Prada debe renunciar a su cargo.