Todas las personas en algún momento de su existencia han tomado o se han aplicado algún medicamento ya sea bajo la forma natural o como producto de la industria, bajo cualquiera de sus modalidades. La actividad pudo haber sido por decisión autónoma o inducida por profesionales de la medicina, la odontología, la enfermería o por personas que simplemente aconsejan u otras que tienen como medio de vida indicar ante consulta diferentes substancias a modo de terapia.
La actividad terapéutica tiene milenios de existencia, mucho antes del inicio de lo que hoy se conoce como medicina. El ser humano buscaba mejoría a sus dolencias y atendiendo a su calidad de observador, e interesado primeramente en sí mismo y luego en los demás, fue aprendiendo del entorno y sus experiencias como indicadores de prácticas, utilizando las técnicas de errores y aciertos, lo que era producto de su sapiencia y capacidad deductiva primitiva, que luego fue ampliando y trasmitiendo.
Las personas hacían, como en el caso de las mordeduras por animales venenosos incluyendo apartarse de las plantas agresoras que inclusive les causaban la muerte, o supuestamente no hacían, como evitar los episodios respiratorios.
Hoy persisten las prácticas de la utilización de medicación natural, con muchos resultados benéficos. La popularización de estas estrategias ha permitido que una proporción de más del 80% de la población aún acepte la indicación de substancias a manera de medicamentos, independientemente de que esté recibiendo terapia clásica actual.
La responsabilidad, como en toda medicación, reside en quienes la aconsejan, administran y reciben, haciendo la salvedad de la autoterapia en donde el compromiso se diluye en el tiempo a partir de la época en que aprendió a usarla, pero solo hay un responsable final.
Muchos buenos textos se han escrito, uno de ellos por la profesora María Cristina Arango de Valencia, sobre la medicación directa, no industrializada y autorizada, con substancias de fácil acceso y aplicación.
Hace un año fue publicado, circula ahora, el libro: Desvaneciendo Ilusiones escrito por Suzanne Humphries y Roman Bystrianyk; uno de los capítulos se titula: Los remedios olvidados, que comienza recomendando a las per sonas no tener miedo si se exponen al sarampión e ingieren dos a tres cucharadas al día de vinagre puro de manzana, 1901.
Los autores expresan que hay medicaciones más sencillas, menos costosas e igualmente útiles comparadas con las substancias de la industria farmacéutica. Llaman la atención sobre la dependencia del médico y de ciertas entidades a la farmacia tecnológica. Sin embargo, hay que recordar y expresar que la investigación y las patentes han hecho posible combatir muchas enfermedades antiguas y nuevas. Más adelante en el mismo capítulo se expresa largamente la utilidad de la canela, la cual fue anunciada científicamente desde 1878. No se olvidaron del ajo, un extraordinario condimento de las cocinas sabias, como terapia para la sintomatología de la tuberculosis, con buenos resultados, aunque no eliminaba el bacilo. Describen muchas utilizaciones del ajo o sus productos en diferentes infecciones. Tampoco quedaron por fuera la equinacea purpurea y los zumos de vegetales que supuestamente destruyeron bacilos de la tuberculosis; se componían inicialmente de papas, cebolla, remolacha, nabo repollo y apio. A propósito, juntos son excelentes en encurtido. No podía ser excluido el aceite de hígado de bacalao, pez apreciado en tierra vasca, en tuberculosis y fiebre puerperal.
Finalmente, mencionan la plata coloidal como antiviral y antibacteriano, llegando a mencionarla como antitoxina metálica.
Las costumbres siguen y continúan. ¿Hasta cuándo? No es predecible, como ahora que vuelve la práctica generalizada de la partera.
Actualmente, las infusiones son muy populares. Hay de todo, favorece a todos y son para todos. Sin embargo, no son la panacea milagrosa.