Soy observador admirado de la juventud, de sus valores, herramientas y oportunidades; así que, cuando me topé con un mesero colombiano en un hotel de Frankfurt; un valluno amable, lo invité con su novia a charlar y almorzar.
Andrés quería ser músico profesional, pero en la Universidad del Valle no superó la barrera de 30 cupos para 1.000 aspirantes. Quizás por el ejemplo de su madre docente, fue profesor de música de niños autistas e hizo una licenciatura, mientras estudiaba inglés becado y pensando en Canadá o Australia, pero la falta de recursos volvió a atravesarse.
Aun así, no se rindió y aplicó al programa Au pair en Alemania, cuidando niños de familias anfitrionas durante un año, a cambio de hospedaje, alimentación y algún dinero. Cumplido el año, hizo otro de trabajo social para extender su visa y luego eligió estudiar Hotelería y Turismo, programa que complementa trabajando en el hotel donde lo conocí, aunque también hace, con su novia, turnos de noche en un bar cercano.
Laura es una bogotana que quiere ser médica, hizo su año de Au pair, prestó servicio social y hoy estudia enfermería, hace voluntariado y los turnos con Andrés en el bar donde suman euros para vivir y construir sueños; una pareja unida por el esfuerzo para alcanzarlos.
Como ellos, miles de nuestros jóvenes buscan oportunidades que su país les niega y construyen sus vidas con talento y esfuerzo. No dudo que Laura será médica, Andrés tendrá su propio negocio y ambos ascenderán económica y socialmente, pero su historia, hecha a pulso y sin ayuda, me llevó a varias reflexiones:
Primero: muchos no regresarán y el país perderá su talento y el fruto de su esfuerzo; un enorme capital social que terminamos “expatriando”.
Segundo: otros regresarán y, desde su “libertad de ser y de tener”, de sus aspiraciones de escalar económica y socialmente para su bienestar y el de sus familias, terminarán aportándole su talento y esfuerzo al país y construyendo su patrimonio.
Tercero: sin embargo, cuando lo logren, serán desligados de su esfuerzo y su historia por las narrativas de izquierda, para ser, simplemente, “ricos” que deben ser odiados por los “pobres”, como si lo conseguido no fuera fruto de su esfuerzo, sino del despojo.
Por eso mi última reflexión apunta a la naturaleza de la propiedad privada, no como derecho meramente económico, sino “moral y ético”, por su inmensa carga histórica de vida y esfuerzo, que no puede ser ignorada ni sus resultados satanizados.
Reflexioné en el derecho a “ser y a tener” de esa enorme clase media, la de Andrés y Laura, que empuja anónima el desarrollo; reflexioné en las oportunidades que el país les sigue debiendo. Reflexioné en el decreto que les paga a unos un millón de pesos mensuales por no destruir, mientras otros construyen sus vidas sin más ayuda que su esfuerzo; definitivamente, un mensaje que desvaloriza ese esfuerzo, y eso… es muy mala señal.