Son pocas las mujeres que han alcanzado el poder político, desde tiempos lejanos. La mayoría lo ejercieron detrás del trono, con carácter y voluntad superiores a las condiciones de sus maridos, titulares de reinos heredados. En el antiguo Egipto se destacó Nefertiti, esposa del rey Akenatón, a quien sucedió. Su influencia destacaba en la belleza, junto con habilidades amatorias, que los palaciegos de la época difundieron. Siglos después apareció en el escenario del Nilo y las pirámides Cleopatra, a quien le correspondió capotear la invasión del imperio romano, que manejó hábilmente con sus encantos y su olfato político, para conquistar a los poderosos advenedizos, Marco Aurelio y Julio César, hasta llegar a ejercer su influencia desde la propia Roma. Un cúmulo de decepciones la llevó a acabar con su vida, introduciendo un áspid en el escote, bello y seductor.
Olimpia, la mamá de Alejandro Magno, fue la quinta esposa de Filipo II. Su ambición maternal llegó al extremo de decir que a su hijo lo había engendrado el propio dios Zeus. Se sospecha que tuvo mucho que ver con el asesinato de su esposo, para acelerar el reinado de su hijo en Macedonia. Otras mujeres han destacado en el poder, como Catalina II, en el imperio ruso, admiradora de la cultura francesa, que introdujo en su país a través de la educación, con maestros importados.
En tiempos modernos, en Israel tuvo actuación eficiente la señora Golda Meir, cuyo aspecto de ama de casa ocultaba un carácter que le valió ser reconocida como “dama de hierro”. En India, Indira Gandhi concitó admiración, afectos y odios; estos últimos al punto de ser asesinada en pleno mandato. En la “rubia y pérfida Albión”, Gran Bretaña, otra dama de hierro, Margaret Thatcher, impuso un estilo de gobierno fuerte, necesario en el momento que vivía el mundo político y económico.
Largo sería mencionar otros casos en el panorama universal. En América Latina ha sido poco el desempeño de las mujeres en el poder político; y en Colombia se ha ubicado en un segundo plano, exitoso, por cierto, en la diplomacia y en el manejo de asuntos económicos y financieros. En Estados Unidos, para acercarnos al objetivo del tema propuesto, Hilary Clinton, con la experiencia de haber sido primera dama durante dos períodos presidenciales de su esposo y destacada secretaria de Estado, compitió por la presidencia con Donald Trump en 2017 y, pese a obtener la mayoría de votos, en razón del sistema electoral del país del norte, incomprensible para muchos, perdió.
Ahora salta a la palestra Kamala Harris, en comicios que se celebrarán en noviembre de 2024 para elegir sucesor de Joe Biden. Ella es la actual vicepresidente de los Estados Unidos: brillante, experimentada, carismática y vital, es la candidata demócrata, que se enfrentará a Donald Trump, el republicano cuya oscura hoja de vida ofrece más sombras que luces para su país y para el mundo democrático. Por el bien de todos, es el momento de Kamala.