Al cumplirse 100 años de la publicación de La Vorágine, de José Eustasio Rivera, en 1924, repetir su lectura suscita la misma admiración y asombro de la primera vez. Resulta saludable regresar a obras cuya impecable redacción, atrayente temática, interés histórico y descripción paisajística, ambientada en los espacios agresivos de la selva, colman las expectativas del más exigente lector.
Arturo Cova, protagonista principal de la obra, sedujo a su novia, Alicia, lo que en esa época (principios del siglo XX), marcada por fanatismos conservadores, influencias clericales y costumbres sociales puritanas, ameritaba imponer el matrimonio forzoso, cuyas exigencias atornillaban a los contrayentes “hasta que la muerte los separe”, a lo que Arturo era refractario. Su espíritu donjuanesco y aventurero no admitía condicionamientos y, en cambio, insinuaba audacias como huir, que fue lo que le propuso a Alicia. Y ella aceptó, porque, como decían las señoras de esos tiempos, “una mujer enamorada es muy bruta”.
La odisea comenzó envuelta en las brumas de un amanecer sabanero, desde Bogotá hacia los Llanos Orientales, objetivo de los sueños de Arturo, intrépido y valeroso; y el embotamiento de Alicia, que no veía más allá de las manos del hombre que amaba, a quien había entregado su pureza, el mayor tesoro de una joven, antes de que la virginidad se devaluara. Así eludía la pareja los rigores de la Epístola de San Pablo, por la que tenían que pasar los novios antes de ir a la cama, que tuvo trascendencia entre los contrayentes católicos, cuando la bendición del cura era más importante que los acuerdos notariales, de moda en la actualidad.
Mientras cruzaban las inmensas llanuras, de Villavicencio hacia el oriente colombiano, cabalgando solos Arturo y Alicia, o con compañías ocasionales, se detuvieron algunas veces en haciendas de conocidos, para descansar y ayudar Arturo en faenas de ganadería, lo que le proveía algunos ingresos. Después se encontraron con la selva imponente y agresiva, por la que se adentraron cautelosos hasta encontrar caseríos hospitalarios, habitados por personas en principio desconfiadas y después amables y generosas, donde pudieron permanecer mientras Arturo buscaba posibilidades para trabajar. Alicia comenzó a sentir maluqueras, síntoma de que un bebé venía en camino.
Desde ahí se enlazan en la trama de la novela sucesivos hechos que le dan un mágico encanto de sorpresas, conocimiento de los misterios de la selva profunda, aventura y peligros de variadas formas, hasta terminar en el imperio de la Casa Arana, de explotación del caucho por medio de la más infame esclavitud de los trabajadores, situación que la novela de Rivera reveló ante el mundo.
Arturo Cova, desde que salieron él y Alicia de Bogotá, registró todos los sucesos en manuscritos que dejó en manos del cónsul colombiano de una población fronteriza con Brasil, quien los envió al ministro de Relaciones y éste se los entregó a José Eustasio Rivera, para que terminaran en la genial novela. El mensaje del cónsul, refiriéndose a Arturo y Alicia, es lapidario: “Ni rastro de ellos. Los devoró la selva”.