Semejante al náufrago que se aferra a la tabla de salvación, los delincuentes de alta gama, cuando la justicia internacional, con procesos penales radicados en varios países, anda tras ellos, comienzan el tortuoso camino de buscar refugio. Casos más o menos recientes fueron los de Osama Bin Laden, líder del movimiento político-religioso de los talibanes y millonario petrolero, con poderosos socios internacionales (se menciona a los Bush, de los Estados Unidos), quien gestó uno de los atentados más dramáticos de la historia, como fue la destrucción de las Torres Gemelas, en un osado operativo. Esos edificios eran el emblema del poderío económico, ubicados en el corazón de Nueva York, ciudad de los Estados Unidos, reconocida como la capital del mundo capitalista. Este insólito desafío provocó una cacería a Bin Laden por los lugares donde solía operar, hasta encontrarlo en una humilde vivienda, en cualquier rincón del Asia Menor, donde fue asesinado por quienes lo perseguían, y exhibido ante el mundo como un trofeo de caza.
Algo parecido sucedió con Sadam Hussein, dictador iraquí, déspota y cruel, depuesto por sus compatriotas, cansados de sus crímenes. Sus estatuas, y demás monumentos que había levantado su egolatría, fueron derribados e iniciada la persecución del sátrapa, quien fue encontrado escondido en una cueva, barbado y sucio, y cazado como una fiera asustada e indefensa.
Muchos de los criminales nazis que huyeron después de la derrota de Alemania al término de la segunda guerra mundial, encontraron refugio en Latinoamérica, en países como Brasil, Argentina, Paraguay…, cuyos gobernantes eran dictadores de extrema derecha. Camuflados en distintas actividades, quienes hacían parte del estrado mayor de Hitler fueron descubiertos por un millonario judío, a través de una organización que creó con el propósito de buscar a los genocidas y llevarlos a los tribunales internacionales de justicia. Así fueron presentados al tribunal de Nuremberg muchos de esos siniestros personajes, para recibir el castigo que merecían.
En una época en la que hubo “cosecha” de dictadores en Suramérica, los que eran derrocados encontraron asilo en España, disfrutando de una vida cómoda, financiada con las riquezas mal habidas en sus países, que oportunamente habían escondido en paraísos fiscales europeos. Allí fueron acogidos bajo el alero tibio de su émulo, el generalísimo Franco. De los países que habían gobernado por la fuerza y sin límites legales y constitucionales Perón, de Argentina; Pérez Jiménez, de Venezuela, y Rojas Pinilla, de Colombia, entre otros, salieron con todas las garantías de seguridad, para ellos y sus familias “a vivir sabroso” y sin responsabilidades.
Actualmente, si piensan bien, deben estar Maduro, el dictador de Venezuela, y su entorno cercano, barajando posibilidades de refugio en cualquier país amigo suyo (Nicaragua, Cuba, Irán…), porque el andamio en que se sostienen está que se cae.