“La democracia es el peor sistema de gobierno, con excepción de todos los demás”, sentenció Churchill (1874-1965), refiriéndose al modelo ideado por los filósofos de la antigua Grecia, que plantea el gobierno como decisión del pueblo, escogido en convocatorias populares; que en la cuna de la cultura occidental no lo eran tanto, pues los legisladores que deliberaban en el Ágora excluían de las elecciones a sectores bajos de la sociedad, como esclavos, sirvientes, comerciantes y otros, considerados por la élite intelectual y económica como incapaces para decidir sobre los destinos de la comunidad, de la que hacían parte. He ahí una paradoja que contradice el espíritu del sistema político planteado desde la etimología de la palabra griega: demos, pueblo; crasos, gobierno. Sir Winston, con su juego de retórico plantea que una democracia imperfecta es preferible a monarquías absolutas, dictaduras y teocracias, impuestas, en su orden, por imbecilidades blasonadas, prepotencias armadas o doctrinas de fanatismos atemorizantes.
Del mal el menos, tal vez pensaba el brillante estadista británico, consciente de las imperfecciones del “gobierno del pueblo, para el pueblo y por el pueblo”, como lo definió Lincoln (1809-1865), para muchos, históricamente, el mejor presidente de los Estados Unidos de América, y un demócrata genuino.
Las imperfecciones de la democracia no provienen del sistema en su concepción, sino de la manipulación de las decisiones populares por actores interesados en ser escogidos para gobernar o legislar. A propósito, sobre la idea de escoger legisladores, se expresó con su peculiar estilo otro filósofo, el florentino Maquiavelo (1469-1527), entre cínico y pragmático: “El que tiene el oro hace las leyes”, premisa que se evidencia en todos los países donde impera el sistema democrático, que el poder económico manipula a su conveniencia; con el agravante de la intervención perversa de la corrupción, que en muchos países “democráticos” prevalece; especialmente en los últimos tiempos, desde cuando diversas mafias y organizaciones criminales decidieron intervenir en la conformación de los gobiernos, desde los municipios hasta las naciones, financiando las campañas o intimidando a los electores; con lo que logran beneficios económicos e impunidad judicial.
El deterioro de la democracia está identificado, lo que se confirma con las absurdas decisiones reflejadas en las urnas en muchos países, que eligen de forma asombrosa a personajes insólitos, como sacados del sombrero de un prestidigitador, y dejan por fuera a verdaderos estadistas, ajenos a manipulaciones y corruptelas electoreras; o escasos de los asombrosos recursos que se han impuesto como indispensables para conseguir los votos que demanda la “voluntad popular”, que por lo visto, inclusive en países de largo recorrido democrático, no es “voluntad”, porque es manipulada; ni “popular”, porque proviene de cifras muy reducidas en relación con el potencial de votantes (abstención).
Retocar el sistema democrático para adaptarlo a sus enunciados debe hacerse con los mismos que lo han pervertido. Como el perro que intenta morderse la cola.