Quienes aspiran a conducir los destinos de la sociedad desde el gobierno, en cualquiera de sus instancias: nacional, departamental o municipal, deben tener condiciones humanas e intelectuales que van más allá de cartones académicos. Éstos sirven cuando se complementan con experiencia, lecturas e investigaciones que incrementen el bagaje cultural del individuo. Estar colgados de las paredes los reduce a simples elementos decorativos y objetos de ostentación para descrestar.
Don Miguel de Unamuno, sabio español, novelista, poeta, ensayista y filósofo de la generación del 98, a la que pertenecieron los más brillantes cerebros de la academia hispana en el siglo XIX, y rector magnífico de la Universidad de Salamanca, una de las más respetables de Europa, y del mundo, decía: “Lo que Natura no da, Salamanca no lo enseña”. Quería decir don Miguel que las características naturales de las personas (el ser primario) son el soporte de su personalidad, su condición innata. Lo que sigue es cultura e ilustración, para que el individuo se capacite y defina su rol en la sociedad.
Para desgracia de la humanidad, de un tiempo para acá los méritos de quienes aspiran a dirigir los destinos de las naciones se ubican solamente en recorridos universitarios, fugaces experiencias en cargos oficiales, servicios incondicionales a gamonales y caciques políticos y apoyos de los “dueños del billete”, porque ascender al poder es cada vez más costoso, en la medida que a la corrupción se le abre el apetito. Esa degradación de la escala de valores en el liderazgo es ostensible en muchos países, incluidos algunos que fueron modelos de solidez, organización y estabilidad institucional (Gran Bretaña y Estados Unidos, por ejemplo); además de paradigmas de madurez, prestancia y sabiduría de sus representantes en los altos cargos del gobierno, cuyas voces eran escuchadas en los escenarios políticos, diplomáticos, económicos y académicos con respeto y acatamiento. Gobernantes recientes como Donald Trump y Boris Johnson, sorprenden y espantan. No obstante, siguen influyendo. En Colombia, la baraja para elecciones futuras demuestra que al poder se le perdió el respeto. Los candidatos a la presidencia, las gobernaciones y las alcaldías de las capitales parecen desfilar por una pasarela de fantasía, con más ambiciones que méritos.
Decir estas cosas ahora se parece a la figura de “…la voz que clama en el desierto”, porque la atención de las comunidades está dispersa en tantos y tan diversos asuntos que no queda espacio para que la gente piense en escoger con cuidado a sus gobernantes, en defensa de sus intereses, y de los colectivos, al menos en los países que todavía se aferran al sistema democrático, tan de capa caída pero aún vigente. De las autocracias, ni hablar.
Cuando se ventilan estos asuntos es necesario ubicarlos en el contexto universal, porque la globalización es un hecho irreversible, como se ha demostrado con la guerra de Ucrania, cuyos efectos alcanzan espacios insólitos, como las panaderías colombianas. Increíble, pero cierto. Todo por las ínfulas imperiales de un asesino delirante, gobernante de un país poderoso.