El mundo padece un escepticismo democrático creciente, producto de los malos gobiernos que se han incrustado en el sistema, para que se desprestigie y los pueblos pierdan la fe en los valores que inspiraron a quienes lo crearon. Lo que fue un sistema “del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”, como lo definió Abraham Lincoln (1804-1865), decimosexto presidente de los Estados Unidos (1861-1865), asesinado en pleno mandato por haber logrado que se aprobara la abolición de la esclavitud en su país, terminó en “la dictadura de las mayorías”, así definida por el filósofo y economista austrohúngaro Friedrich von Hayek (1899-1992), citado por Mario Vargas Llosa en su libro La llamada de la tribu (Alfaguara, Colombia, 2018). El sabio europeo simplemente concluye con su frase en que las mayorías expresadas en las urnas democráticas no están inspiradas en ideales y principios, sino que obedecen al tráfico de votos y a distintas argucias de los políticos. Los candidatos a desempeñar cargos de elección popular no necesitan conquistar electores con objetivos altruistas que busquen mejorar la calidad de vida de las comunidades que van a representar, sino que tienen que arbitrar recursos para financiar las campañas; es decir, para seducir a los electores con costosos mensajes publicitarios, efectistas y engañosos; o para seducir a los votantes con baratijas camufladas de beneficios, ideadas por los estrategas de las campañas, expertos en manipular consignas e imágenes de candidatos. Otros “argumentos”, como ofertas burocráticas y beneficios económicos en efectivo, son simple y llana corrupción “democrática”.
Colombia ha sido en el espacio latinoamericano un oasis de institucionalidad política, y un país estable en los principios que se fundamentan en la separación de poderes, el acatamiento a los resultados electorales y la vocación civilista de las fuerzas militares, salvo tres escaramuzas dictatoriales en más de 200 años de vida republicana, la más prolongada, de cuatro años, protagonizada por el general Gustavo Rojas Pinilla (1953-1857), gracias a que le fue muy útil el argumento de acabar con el desangre de la violencia política sostenida por el fanatismo liberal-conservador. Pero al dictador “le quedó grande la grandeza”, como lo definió el político e intelectual tolimense Juan Lozano y Lozano, y cuando quiso apoltronarse indefinidamente en la silla presidencial, las “fuerzas vivas” de la nación lo derrocaron, por fortuna sin mayores traumas, gracias al patriotismo de la cúpula militar que lo remplazó provisionalmente.
Pero las orejas del lobo autoritario asoman bajo una figura inesperada, en Colombia y en toda la región latinoamericana: la mediocridad de los dirigentes y la corrupción. El poder político es el nuevo botín de pirata, para que las instituciones democráticas se prostituyan tras los halagos de la riqueza. Así se cumple la sentencia del filósofo Nicolás de Maquiavelo (1469-1527), quien hace 500 años dijo: “El que tiene el oro hace las leyes”.
Ahí quedan esas reflexiones, para decidir por quién votar en las elecciones regionales de 2023. Feliz Año para los lectores de esta columna, que son “la inmensa minoría”, según las encuestas.